martes, 14 de febrero de 2017

Elogio del 14 de febrero



¿Cuántas veces no te has sentido miserable por no tener a ese “alguien especial” con quién pasar este día? Si eres como el resto de los mortales –incluyéndome a mí, por supuesto-, seguro serán más de una, dos, tres, las veces que te has tenido que tragar ese amelcochado sentir de los que sí tienen con quien salir en esta fecha.

Seguro te ha tocado ver cómo grupos de “amigas” se apiñan en los restaurantes de moda para desayunar –y “desayunarse” a la pobre incauta a la que no hayan invitado-; también habrás visto a esas parejitas a modo cuyos integrantes van vestidos con prendas iguales y hasta del mismo tono exacto (¿cómo le hacen? Hasta la fecha no he encontrado la tienda donde venden “todo para él y para ella”); o ésas, donde se adivina que habrá pasión –o lo que se le parezca- por el atuendo sexy de ella aún a temprana hora del día.

Entonces, te sentirás solo, solitario y triste. Pero si lo piensas bien, no tendría por qué ser así. Recuerda que, así como el día de la mujer, el del niño, el de la madre, y todos los demás que quieras añadir, éste es sólo un momento más de la economía de mercado. Que si bien deriva de una celebración instaurada por la Iglesia en el siglo V en honor a un médico romano que –según cuenta la leyenda- oficiaba matrimonios entre soldados y sus amadas, no es más que una ocasión para exprimirte el bolsillo con ñoñerías como flores, ositos de peluche, cenas románticas, idas al motel, o lo que sea que la gente haga para festejar este día. Finalmente, si eliges entristecerte por una banalidad como esa, pues deberías también estar al borde del suicidio con galleta de animalito (chopeada en leche, claro está) cuando venga el día del niño, pues de seguro esos días han quedado atrás para ti, ¿no es así?

Ya sé: “No es lo mismo”, “yo quiero alguien a quien amar y ser amado”. Déjame darte una noticia. El amor, así como te lo han pintado, lleno de infinidad de corazoncitos rojos, globos rellenos de helio besando el cielo azul y cajas de chocolate barato, es una gran mentira. Si lo que quieres es eso, no conoces a los seres humanos. Esperas algo que no se puede lograr. El amor es más que eso: más que cenar juntos una vez al año con un hombre que se la pasa viendo el celular, mientras está sentado a tu lado; más que una amiga que te dice que te quiere mientras habla pestes de ti a tus espaldas; más que los halagos falsos de la gente que busca algo de ti. Más, mucho más que eso.

Sé que habrá quien diga que el amor no debe doler. Es cierto, no debe doler en sí. Pero hay veces que no es lo que duele el amar, sino lo que lo rodea: el desvelarse con alguien cuando lo necesita (y no estoy hablando de una fiesta); el acompañar al otro cuando pierde a quien le significaba mucho; el estar ahí, a su lado, cuando no encuentra sentido a la vida; el cuidarlo cuando está enfermo, o cuando la economía no le marcha del todo bien. Eso es amor. Lo demás, es pura basura mercadológica.


Ahora bien, si eliges seguir creyendo en que debe existir un día para celebrar algo tan sublime, frágil e inasible como el amor, entonces –y tal vez sólo entonces-, merezcas tu osito de peluche, tu caja de chocolates baratos, tu cena romántica y tu ida al motel. 




jueves, 1 de octubre de 2015

Crónicas de peluquería



Me pinto el cabello de negro para los encuentros amorosos,
y de blanco para las reuniones de negocios.
(Aristóteles Onassis).

Hace unos días acompañé a mi hermano a una de esas peluquerías a las que no solemos ir las mujeres: un local pequeño en una calle bastante transitada, dos sillones de piel teñida de bermellón con amplias bases metálicas circulares adheridas al suelo, altura ajustable y pedales cromados para colocar los pies donde los “maestros peluqueros” atienden a la clientela. Para acomodar a quienes esperan turno, unos modestos sillones de un material más emparentado con el vinil que con la piel, un televisor que seguramente transmitió ya varios mundiales de futbol y algunas revistas y periódicos no muy recientes.

Nada del glamour de los locales adonde acudimos nosotras: no hay manera de saber el nombre del maestro peluquero, y no creo que le gustara mucho tampoco el ser tuteado como para darle ese trato de aparente frescura y desenfado que se pretende dar a los trabajadores de la tijera en las nuevas “estéticas” -“estudios” o “salones”, como ahora se les llama-. No está la música de moda al aire, ni los uniformes de colores oscuros promocionando marcas de productos de belleza internacionales , tampoco las revistas con las tendencias más recientes en caras, nombres, destinos y gadgets, menos aún la oferta de un café, té o siquiera agua al cliente que se incorpora a la espera.

Lo que sí hay es esa dignidad con la que los peluqueros ejercen su oficio; su desempeño minucioso al manejar las delicadas tijeras y el infaltable peine con destreza tal, que hace que el sólo ir a perder unos cuantos milímetros de longitud en la melena, parezca un acto casi sagrado, imposible de ser reproducido en los modernos locales, siempre inmersos en el bullicio y la velocidad que exige la avidez por atender la mayor cantidad de clientes en el menor tiempo posible según una agenda pre-establecida.

En estos nuevos lugares ya nada es como antes: ni los que atienden ni los que acuden. Los cabellos se rizan, se alacian, son teñidos, decolorados, deshilados y rebajados, no sólo recortados y acomodados con gracia alrededor del cráneo. Se ve a los hombres que acuden –sobre todo a los más jóvenes- pedir estilos alborotados y barbas prolijamente recortadas, sometiendo el quehacer del estilista a un constante escrutinio y pidiéndole consejos y opiniones que llenan la sesión de un parloteo muy alejado de la solemnidad presente en las peluquerías. Esa “reingeniería capilar”, carece de la silenciosa gravedad que le imprimen los maestros peluqueros a su quehacer. En los “salones” o “estudios” los esteticistas se desempeñan de acuerdo al ánimo de los tiempos que corren; ejercen con rapidez y eficiencia lo que el cliente les pida, ya no hay tiempo para ritualizar ese momento íntimo de reacomodar el cabello a la cabeza de la mejor manera posible. Sí, se reacomoda, pero de manera mecánica, apresurada, y sobre todo, sin el respeto por ese punto en que el cliente se está reencontrando y redefiniendo a sí mismo a través de su melena –o de la falta de la misma-, vista desde el espejo que tiene enfrente. El parloteo incesante todo lo diluye y todo lo banaliza.

Por eso, tal vez la digna actuación de los maestros peluqueros, rodeada del orgulloso silencio que les da su saber hacer, sea lo invaluable de esos modestos locales, donde no hay ni revistas nuevas ni sillones modernos de piel. Tal vez por eso sigan teniendo una amplia clientela: por el donaire con el que ejercen su oficio, por la dignidad que le imprimen y por permitirle al cliente continuar con ese rito cuasi privado que es reacomodar con un respeto, casi sacramental, lo que le quede en la coronilla. Tal vez sigan existiendo a pesar de la proliferación de los locales modernos, altamente equipados, eficientes y bulliciosos. Tal vez los maestros peluqueros, en su anonimato, acumulen más virtuosismo que el que nunca soñarán con tener las pseudo-estrellas de la tijera con sus largas listas de espera y sus looks de última moda.

Tal vez simplemente exista quien siga prefiriendo el respeto a la trascendencia del ritual silencioso por encima del alboroto de un glamour hueco y transitorio. Tal vez.

miércoles, 25 de marzo de 2015

Sólo una Caperucita Roja más



-Abuela, ¡qué dientes tan grandes tienes!
-¡Para comerte mejor!
Y diciendo estas palabras, este lobo malo se abalanzó sobre Caperucita Roja y se la comió.
(Caperucita Roja, Charles Perrault).


Mientras Doris se secaba las lágrimas con la servilleta rasposa de la cafetería de paso en donde estaban, su amiga la escuchaba sorbiendo apuradamente ese café con gusto ácido que estaba segura, acentuaría más tarde su gastritis crónica: “No puedo seguir así”, decía Doris mientras se tallaba los ya de por sí enrojecidos ojos. “Él no me da nada, sólo me quita: me quita tiempo, me quita dinero, me quita felicidad, vida y ahora lo peor, me engaña con quién sabe cuántas”. Connie, su amiga de toda la vida, la que conocía su casa de la infancia y a sus papás, sólo asentía solidariamente. Dejó que Doris se desahogara, hasta que finalmente, tomando aire y llenándose de la mejor de las intenciones, le soltó a su mejor amiga la escueta y consabida pregunta: “¿Por qué no lo dejas?”.

Doris dejó entonces de escuchar a su confidente y recordó cómo conoció a aquél hombre que ahora era el verdugo de su existencia; parecía perfecto, era altísimo, guapo y fuerte, de buenos modales, voz de terciopelo y con ese yo no sé qué que sólo tienen los que vienen de familias muy adineradas de tiempo atrás. Y aunque Regis ya era más bien un junior wannabe venido muy a menos cuando se lo presentaron, Doris se deslumbró y cayó redondita. Salían a comer muy seguido, iban juntos a todos lados, y así pasaron los meses, hasta que finalmente, un buen día él le hizo la pregunta tan esperada. Recordó cómo fue su boda: todo parecía perfecto, la misa perfecta, el banquete sin fallas, la luna de miel llena de momentos inolvidables para ella, una virgen más sin altar donde celebrar su ingenuidad.

Y ahí, como por arte de un hechizo mágico perverso, todo se convirtió en una cruel realidad: comenzaron los golpes, las humillaciones, los celos sin fin… Doris sólo había conocido lo que era el amor dulce en aquellos días de su luna de miel; ahora todas las noches, era una amarga luna de hiel. Abusada una y otra vez, ella callaba, como tantas y tantas mujeres seguras de que él cambiaría y que era “sólo cuestión de darle tiempo”. Dejó su trabajo, dejó a sus amigas (sólo se mantuvo en contacto con Connie porque vivía cerca de casa de sus papás y así podían verse aunque fuera por ratos), dejó de cuidarse a sí misma, engordó y se olvidó de lo que era comprarse ropa bonita, en fin, comenzó a morir en vida. Esto pasó por su mente en un abrir y cerrar de ojos, su historia, el antes y el ahora contrastaban como el día y la noche. Regresó como en caída libre a su triste realidad cuando la mesera les preguntó con su tono cansón: “¿Todo bien? ¿No se les ofrece nada más?”. Connie, quien ya iba por la segunda taza del horrendo café, pidió más de la ácida bebida mientras regresaba a su amiga a su terrible aquí y ahora. Ya no quiso hacerle preguntas que sabía no conducirían a nada a Doris, mejor se enfocó en distraerla contándole un poco sobre sus no tan densos problemas. Finalmente, se despidieron después de poco rato, pues a Doris le urgía llegar a su casa para que Regis no la fuera a cachar.

Sin embargo, algo de lo que platicaron esa tarde, hizo que se rompiera el encantamiento que tenía presa a Doris en una cárcel invisible donde los barrotes estaban hechos de inseguridad, miedo y baja autoestima. Tal vez fue recordar cómo se sentía antes de conocer a Regis: una joven con una prometedora carrera por delante; o tal vez fue la pura envidia hacia su amiga Connie, ¿por qué no podría quejarse de los mismos tontos problemas en vez de estar muriendo en vida con Regis a su lado? Eso era. Morir. Regis debía morir. Y no sólo en el sentido figurado, como un recuerdo que se entierra. No. Debía acabar con esa pesadilla de voz y ademanes encantadores que la golpeaba sin misericordia cada noche para satisfacerse, mientras ella sólo atinaba a ahogar los gritos de dolor entre las almohadas, para que los vecinos no murmuraran al verla al otro día. Así lo decidió al ir manejando de regreso a su casa el auto compacto que Regis le había sacado a su nombre para que no estuviera molestándolo con eso de que no tenía cómo ir a ver a sus papás.

Pasaron los días, pero Doris no decaía en sus planes; al contrario, imaginar cómo sería su vida de nuevo sin Regis le había dado una nueva alegría de vivir, tenía brillo en los ojos y aunque no estaba en su peso todavía ni tenía ropa nueva que estrenar, se sentía más ligera y sonreía mucho más –sólo por dentro, no quería que Regis fuera a sospechar-. Planeó todo con sumo cuidado, lo haría una de esas noches en las que su marido volviera apestando a alcohol y con gusto a otras mujeres. La humillación de ver las marcas de lápiz labial ajeno en el cuello de la camisa que ella misma le había lavado, acrecentaba el valor para emprender tamaña empresa. Le haría ingerir un frasco entero de esas pastillas que a ella le habían prescrito para poder conciliar el sueño; las molería cuidadosamente y las añadiría al asqueroso licuado que le pedía al día siguiente de sus “nochecitas”, recuerdo de sus efímeros días de seudoestudiante en Londres. La verdad que Regis era bastante sangroncito, pero en su momento todo eso a ella le había parecido sumamente encantador.

Regis no se dio cuenta del sabor amargo de su horroroso batido porque su esposa le puso extra dosis de salsa inglesa y un poquito de azúcar para neutralizar el sabor. Todo iba como estaba previsto, ya con el licuado en su fornido organismo y sólo esperando a que le hiciera efecto; pero en un rarísimo acto de buena voluntad, el marido victimizado dio un inesperado giro a los planes de Doris cuando decidió salir a la calle a lavar el auto de aquélla “porque mi mujer no puede andar en un auto tan sucio”. La mujer sintió que la tierra se abría bajo sus pies. ¿Qué iba a hacer? ¿Cómo lograría que Regis no sucumbiera a los efectos de la mortal bebida en plena calle? No sabía qué efectos tendría la sobredosis y no estaba segura si serían convulsiones o simplemente un desfallecimiento lo que precedería al tan ansiado desenlace. Tenía que hacer algo rápido, y entonces, en un inusual momento de lucidez, Doris actuando con toda la sangre fría posible, comenzó a besar a su marido, lo acarició como si lo deseara con toda su alma y lo condujo seductoramente al silloncito que quedaba a espaldas de la barra de la cocinita de su casa. Ya estando desnuda ella y él con los pantalones abajo, le pidió que se acomodara en el mueble para subirse a él; Regis obedeció sin pestañear, sorprendido de pronto por el tono desconocido y la manera en que se le ofrecía su usualmente cohibida mujer... Así estaba, cerrando los ojos por el placer que le producían los besos apasionados de una Doris que hubiera querido conocer antes y sintiendo una extraña liviandad que comenzaba a adormecerle las extremidades, cuando entre el estupor del momento y los iniciales efectos de los somníferos, sólo alcanzó a sentir que algo caliente escurría por su pecho, hacia su ombligo y más abajo aún, agolpándose en un cálido charco en el hueco que formaba su entrepierna sobre el sillón. La herida que infligió Doris en su cuello fue limpia, un corte preciso y certero que atinó a la yugular, y que no tuvo problema en ser mortal, gracias a los carísimos cuchillos que siempre tenía bien afilados y perfectamente acomodados en su base de madera, la cual -ahora se vería- siempre estuvo muy convenientemente cerca del sillón de la sala.

La recién iniciada asesina ya no supo si fue por la herida en el cuello o si fue por el efecto de las pastillas, pero Regis simplemente dejó de respirar y pocos minutos más tarde, mientras seguía manando la sangre de su cuello fuerte y musculoso, su corazón de verdugo disfrazado de príncipe de cuento de hadas, se detuvo para no dar marcha atrás.

No lo podía creer. Doris, desnuda y con el afilado cuchillo de chef aún en la mano, lo veía ahí sentado, inerme, ensangrentado e indefenso con los pantalones amontonados a los tobillos. “Si hubiera sabido que liberarme de Regis era tan fácil, lo hubiera hecho antes”, pensó. Se sentía poderosa, una extraña mezcla de excitación, felicidad y alivio tatuaba cada centímetro de su piel. Exudaba confianza, era como si estar ahí de pie sin ropa alguna que cubriera sus curvas y empuñando un arma ensangrentada, la hubiera remontado a tiempos perdidos en el amanecer de la humanidad, cuando las mujeres regíamos los destinos de los hombres.

Caminó desnuda aún hacia la pequeña cocina, se enfundó los guantes para el aseo, lavó a la perfección el cuchillo y lo dejó sumergido en una mezcla de cloro y agua. Entonces comenzó con sorprendente precisión de carnicero su labor, utilizando para ello todo su repertorio de cuchillos de acero inoxidable y recordando con los primeros cortes los gritos, los celos, las llamadas incesantes, la desconfianza, la renuncia forzada a su trabajo, el no tener dinero propio… Siguieron las incisiones más profundas para desmembrar la carne del cadáver mientras Doris revivía las patadas en las piernas, los puñetazos recibidos en la cara, las violaciones de casi todas las noches, los ojos morados por las cachetadas y los jalones de cabellos. Con rapidez y precisión dispuso todo el cuerpo en bolsas que llevó al jardín de la parte trasera de la casa. Ya el jardinero había hecho el trabajo pesado, pues había cavado unos hoyos profundos donde irían unos árboles –eso le había dicho ella-. Estaba colocando la última bolsa en el tercer hoyo, cuando tropezó con una raíz y, creyendo que se le iba la vida en un suspiro, sintió una fuerte sacudida en todo el cuerpo mientras una luz cegadora le hacía apretar los ojos con fuerza. Había despertado.


Doris estaba en su cama, las sábanas de algodón pesaban como lápidas y se pegaban a su cuerpo sudoroso como si fueran una mortaja; no quería ni siquiera moverse, se sentía anclada a la cama, las manos crispadas se aferraban al colchón y su respiración se agolpaba en el pecho. Una mano masculina le retiró los cabellos de la frente. Con los ojos llenos de lágrimas, sólo alcanzó a escuchar la voz de terciopelo diciendo: “¿Tuviste otra pesadilla mi Caperucita?”.

viernes, 20 de marzo de 2015

Ese abismo –el que está frente a mí-…



Entrando unas veces, saliendo otras más, no encuentro ni mi lugar,
ni mi sentido aquí. ¡Piedad!


Vaciar el corazón; romperlo en mil pedazos para volver a sentir: tal vez estrujándolo hasta que desista de latir… Y ahí está, ese niño necio, volviendo una y otra vez a las andadas. No lo entiende, no entiende que enfrente sólo yacen el vacío y la soledad. Sus tiernos ojos sólo entienden de amor y de mimos imaginarios: sí, como ésos que tu mamá te hacía creer que recibías de ella mientras te dejaba cayendo en el sueño nocturno… sola en tu cama y lejos de su abrazo.

Tal vez esa falta de amor aún lacera este corazón perdido y no le ayuda a encontrarse en el mundo. Pero eso sería terminar la historia de manera harto fácil. Quedan por resolver todos esos sueños sin salida, todas esas preguntas no contestadas y todos esos deseos que nacieron muertos. Ahí atorados, como en una coladera que retiene las hojas muertas que los árboles han decidido perder, están esas seiscientas capas de piel; están acompañadas de los ocho mil ríos de lágrimas que han secado mi alma e inundado mis ojos y –por favor-, no olvidemos todos esos suspiros llenos de incertidumbre y miedo que acompañaron cada uno de esos amaneceres en que la vida pesaba más de lo que jamás me hubiera imaginado.

Sangro sin que se note. En esta llanura de asfalto lo único que uno puede ver es la marea de destellos rojos que va delante de mí en dos carriles de pequeños episodios de vida y destinos momentáneamente compartidos. Todos esos ojos fatigados, esas manos aferradas a los volantes y las espaldas molidas de cargar con tanto peso sin tener unas pocas de sonrisas, son demasiado para cualquier alma. Sangro gota a gota, con cada queja, con cada promesa sin cumplir, con cada promesa que me ha sido incumplida. Llevo en esas sangres que recorren mi alma cientos de ideas que se han quedado en eso, miles de astillas de los sueños que contemplé en algún espejo donde creí verme alguna vez… No sé quién soy todavía, no sé a qué vine, no sé para qué vine y ni siquiera sé si las preguntas que me estoy formulando son las correctas. Tengo tantas respuestas posibles que es ridículo pensar que son las adecuadas. Lo único que sé es que dentro de mí, muy profundamente en mi interior, yace una bestia esperando ser liberada. Ronronea de vez en vez, dando leves zarpazos como para recordarme que ahí está. No deja de moverse, y sin embargo está ahí, atada por un cordel casi invisible, delgado como un fino hilo de estambre; la bestia sabe que puede liberarse en cuanto lo desee, porque el hilo no representa en realidad una atadura que la fije al suelo, pero esa maldita comodidad de estar ahí, recostada viendo la vida pasar, la deja inmóvil, la adormece y la aquieta. Ella lo sabe, sabe cuán trágico es esto para su destino, pero no hace mucho al respecto, sino lamentarse ronroneando.

Pedir ayuda no es lo suyo, la bestia no sabe de esos rituales posmodernos de contención y reacomodo de sentimientos en capítulos de vida ya cerrados. Lo único que quisiera es que la dejaran tranquila, pero entonces ya no sería la bestia, sería solamente un lindo gatito, buscando la aprobación de su dueño. He ahí su dilema; si se libera rugiendo, dejará la comodidad de su pasiva contemplación y se verá obligada a seguir dando más y más de sí; si se queda atada, podrá seguir tranquila y quieta, sin que nadie la moleste y sin que nada perturbe su ensueño total.

No queda muy claro si esa bestia nació conmigo o si yo la fui trayendo poco a poco a mí, tampoco se sabe si se quedará esperando a que esta niña amedrentada tome una decisión, o si un buen día las circunstancias la terminen de acorralar para que se levante y ruja con toda la potencia de su esencia. Estas preguntas tal vez sí son las correctas, pero por supuesto, aquí no tengo ni idea de cuáles puedan ser las respuestas acertadas. Lo que sí sé de cierto es que ella no se arredra ante los vacíos, ella sí que sabe enfrentarlos y más de una vez así me lo ha demostrado dando un paso hacia el abismo oscuro e impenetrable de la incertidumbre y del deseo irrefrenado. Tal vez sea tiempo de escucharla de nuevo y dejarla hacerse escuchar, tal vez…  



domingo, 11 de noviembre de 2012

Cadencia y tertulias (Parte I)





El ritmo es lo que hace a la poesía persuasiva y no informativa.
José Hierro (1922-2002) –Poeta español.


El papel más honroso en una conversación corresponde al que da la ocasión a ella, y luego al que la dirige y hace que se pase de un asunto a otro, pues así uno dirige la danza.
Sir Francis Bacon (1561-1626) –Filósofo y estadista británico.




Es domingo por la mañana. Sólo se escucha la música que he elegido para acompañarme en estos momentos y, de vez en cuando, el graznido de alguna urraca. 

Son estos instantes, en los que el sol acaricia dulcemente las superficies y cuando su luz despierta ese fino polvillo omnipresente, los que me hacen agradecer el silencio y la soledad en mis pensamientos después de una semana especialmente vertiginosa.

La música me hace querer recordar vidas que tal vez no he vivido: imagino cómo sería el discurrir de la gente en la época medieval y estoy segura de que sus vidas serían mucho más cadenciosas que las nuestras. Sus ritmos se verían irremisiblemente determinados por la sucesión regular de las estaciones, comenzarían con la siembra, seguirían con el cuidado de lo sembrado para hacerlo crecer, esperarían la cosecha, la levantarían, la almacenarían y tomarían sus provisiones para que, mientras durara el frío invierno, el ciclo comenzara de nuevo con la esperada primavera. Y todo, absolutamente todo en y sobre el mundo, seguiría esos ritmos. 

¿Qué pasó con esa cadencia? ¿A dónde nos están orillando estos nuevos tiempos en los que la mayoría de las veces no sabemos ni dónde estamos ni quiénes somos? Hemos olvidado el respeto por los ritmos de la Madre Tierra. No hay cadencia. No hay ritmos regulares, tan sólo una sucesión de disonancias sin consonancias en el medio. Erigimos altares a la productividad, a la competitividad, a la calidad… y nos olvidamos de la calidad en nuestras propias vidas. Amamos la tecnología, vivimos literalmente adheridos a nuestros smartphones (creo que el nombre lo llevan –tristemente- en honor de quien los creó, no en el de quienes los usamos), vemos televisión, hablamos horas y horas a un aparatito, enviamos e-mails a diestra y siniestra, actualizamos nuestros perfiles, tuiteamos, etcétera, etcétera... Y, ¿cuándo platicamos? ¿Cuándo nos procuramos el placer de tener una conversación? Si no es por negocios o por algún interés específico, la gente está dejando de tener encuentros personales, es decir, presenciales. Y ya ni eso: las conference calls –o conferencias- tan usuales en las compañías transnacionales desgastan su camiseta “I love tech” al máximo y ya no es necesario tener juntas presenciales gracias a la magia del teléfono, el Skype y tantas cosas más; aún así, en la jerga multinacional es común escuchar a la gente mencionar la palabra “cadencia” como sinónimo del seguimiento necesario que se le da a algún asunto específico. 

¿A quién se le pudo haber ocurrido –pregunto- trastrocar de esa manera el sentido de una palabra, tan de suyo, hermosa? Cadencia significa sucesión de sonidos o movimientos que tienen lugar de un modo regular y medido y que generan un efecto proporcionado y grato a los sentidos. Cadencia implica también respetar el ritmo natural de las cosas; la cadencia produce una experiencia agradable a los sentidos. La cadencia debería, sí, ser algo mucho más presente en nuestras vidas más allá de juntas, reuniones, conferencias o como quiera que se llamen esas interacciones forzadas, llenas de tecnicismos, intereses adquiridos y creados y uno que otro intercambio de ideas. 

En contraste, la cadencia está presente y rige una buena conversación. Enfatizar la calidad de la conversación aquí significa que no se trata de esos diálogos monosilábicos, llenos de interjecciones posmodernas y sin un faro que las guíe. Una buena conversación pone en juego la inteligencia, las experiencias del hablante y su destreza para comunicarlas a otros. Es un arte. Conversar va más allá de un intercambio de expresiones, una conversación de calidad podría ser como la degustación de una buena comida: un aperitivo pone el tono de la plática; con el primer tiempo continúa el sabor impuesto por la entrada y permite que se fijen posturas sobre el tema; ya para el segundo tiempo, las posturas se pueden confrontar y permiten un sabroso intercambio de argumentos y experiencias, salpicado de anécdotas y lo que se quiera introducir ahí; el postre vendría, entonces, a ser el epílogo de la plática y donde se recapitule ya sin el fervor característico del segundo tiempo. ¡Ésa es cadencia!, hay ritmo y deleite de los sentidos en ello. No en una reunión para dar seguimiento a tal o cual asunto.

Hemos llegado al punto donde esa cadencia –la de una buena conversación- está al borde también de la extinción. La vida actual no nos permite ya tener ese placer. Somos máquinas de vivir, o más bien, de un mal-vivir que se va llenando de cosas que no nos dan la felicidad que ansiosamente perseguimos. Aquéllas conversaciones que las personas tenían con regularidad y que les procuraban momentos de recreo y enriquecimiento personal y colectivo ya casi nadie las recuerda. Ésas, las tertulias, son también una especie al borde –si no es que ya han desaparecido- de la extinción. ¿Quién de nosotros ha tenido esas reuniones con sus pares para, simplemente, conversar? Creo que ya casi nadie. Si no son reuniones de uno a uno, o bien reuniones de trabajo, las reuniones en modalidad tertulia se están prácticamente borrando del imaginario colectivo y eso es no sólo trágico, sino preocupante.  

(Continuará).

miércoles, 10 de octubre de 2012

El ojo de la oscuridad



No importa lo rápido que viaje la luz; siempre se encuentra con que 
la oscuridad ha llegado antes y la está esperando.
(El segador, Terry Pratchett)

Humo de cigarro, luces de neón que parpadean al ritmo frenético de la música y mucha gente apretujándose en un local pequeño. Hombres y mujeres que se cobijan en el anonimato que proporciona el antro. A todos los une –nos une- el estar respirando el mismo aire viciado, escuchando la misma música, casi siempre reiterativa, y ese omnipresente sentimiento de estar viviendo algo prohibido; salir de antro ofrece un escape bastante efectivo de la rutina y de las reglas que nos comprimen de día y en todo momento.

Haciéndose la oscuridad, un velo de negrura cae sobre esos rostros que de día uno encuentra en el super o en la fila para pagar algún servicio. No es lo mismo vernos la cara a la luz del sol que dentro de una de esas “vitrinas oscuras” como llamo a los antros. La oscuridad es, y ha sido, eterna aliada del misterio no por nada, pues su presencia atenúa, difumina, matiza y realza cual photoshop. No estoy hablando aquí del muy machacado tema de los efectos del alcohol sobre la apreciación de los atributos físicos de un potencial ligue, sino de un oscurecimiento positivo. Hay algo en la oscuridad que, de suyo, encanta, se desliza y nos hace perdernos en sus adentros.

Bajo el manto de la oscuridad suceden cosas que nunca podrán pertenecer al sunshine side of life. El lado oscuro no es sólo la noche, ni lo negativo o lo malo. Es una manera de ver las cosas. Es el permitirse percibir de manera libre, sin esas odiosas restricciones que nos imponen la luz del día y sus instituciones, sus normas y sus acartonadas estructuras. A veces es a la oscuridad a la que le dedicamos nuestras mejores creaciones porque de ella han nacido: cuando nadie lo ha visto de día, de seguro alguien lo podrá descubrir de noche.

Ése es el ojo de la oscuridad: el que te deja ver lo que no puedes ver de día, el que usa tu intuición para ver más allá de la lógica diurna; el que te pone a caminar al filo de una navaja sobre un aparente abismo con un colchón de salvamento al fondo (el que siempre estará ahí hasta que dejes de creer en él, si no, estás muerto). Claro está que siempre puedes elegir cerrar tu ojo de la oscuridad y regresar a la luz del día, a ver todo como los demás te dicen que debes verlo y a entender las cosas unívoca y unidireccionalmente. 

Uniformar y homogeneizar, éstas son algunas de las finalidades más palpables de la luz del día. Cuando estás ahí, bajo el reflector de la luz del sol, la potencia es tal que ciega cualquier intento por abrir el ojo de la oscuridad. Todo es y debe ser de una –y sólo de una- forma. De ahí la mala fama de la oscuridad. Las instituciones no serían nada sin la legitimación que les dan los individuos que las erigen y creer que las cosas son de una sola forma posible, es lo que les ha dado cohesión a las estructuras que nos han normado a lo largo de la Historia.

Cuestionar, re-enfocar, replantear, apreciar matices, aristas y dimensiones no visibles a la luz del sol. Ésas son, entre muchas otras, las bondades de abrir el ojo de la oscuridad. Hoy le han querido llamar “innovación”, sin embargo la innovación sigue retomando lo que es aparente, lo que se ve bajo la luz del día; en ese sentido, innovar equivaldría a remodelar una casa cuando en realidad se puede construir no una casa, sino un hábitat personalizado desde los cimientos. Ver con el ojo de la oscuridad, en cambio, es posicionarse en ese espectro de lo no visto, de lo no perceptible para buscar entender lo que sea. Además, la innovación desafortunadamente ya se encuentra indefectiblemente atada al mundo de los negocios y al making money.

Ver con el ojo de la oscuridad es un lujo que está al alcance sólo de los que sabemos que éste existe. Ahora que lo sabes tú también, puedes elegir entre seguir escapándote a tu vitrina oscura preferida cada fin de semana, o  bien, puedes preguntarte: ¿qué harás con él?

martes, 2 de octubre de 2012

Ésta, es toda la verdad…


El nacimiento no es un acto, es un proceso. –Erich Fromm.



Cuando conseguí este espacio en la Tierra jamás me imaginé que serían los verdes prados ni los pétalos multicolores de las flores los que me permitirían refrescarme tanto la vista, ni sabía que el agua en su infinita simpleza resultaría lo mejor para calmar la sed; tampoco imaginaba que el gusto por el café, el vino y demás bebidas espirituosas resultaba un hábito adquirido de la degustación repetida y que no eran fácilmente aceptables por los niños, quienes prefieren lo dulce y lo ácido. Mi enfoque era borroso, así como el de una lente empañada por unos dedos grasientos. No sabía mucho, más bien, no sabía nada. Tampoco sabía qué se esperaría de mí, ni que a través de los ojos de mi padre vería un mundo lleno de injusticias pero, al mismo tiempo, colmado de esperanza. No tenía ni idea tampoco de que la voz de mi madre podría haber sido el primer sonido que escuchara y tal vez el último las pocas veces que, sintiéndome enfrentada a la muerte, recordaba su sonido llamándome por ese apelativo cariñoso que ella y sólo ella, usa todavía conmigo.

Las cosas han ido bien desde mi llegada, tuve la suerte de poder entrar al mundo en una década en que la niñez estaba todavía libre de la paranoia que azota a los padres de mi edad y que nos hace unos halcones cuidando siempre a nuestros hijos de peligros inimaginables en aquella época de corbatas anchas y de colores desinhibidos, de ropa hecha de terlenka inarrugable y de televisores b/n con perillas que respondían a un golpecito cuando la imagen no era la óptima. Sí, las únicas preocupaciones eran las infames tareas escolares, tediosas, idiotizantes y mecanicistas que pretendían hacer del párvulo un amanuense virtuoso, cuyas habilidades estarían listas para ser desechadas -¿quién lo diría?- muy pocas décadas después gracias a los ordenadores.

Nadie te dice que éste es un mundo de agandalle, supongo que eso se debe a que, siendo cada uno el triunfador de entre cientos de millones de espermatozoides, se esperaría que fuera una actitud inherente a cada uno de nosotros. Pero esto no siempre es así, y lo que en ciertos contextos culturales resulta natural, en otros, nada más no termina de encajar. Queda claro de qué lado se encuentra México si observamos el claro ejemplo de las conductas necesarias al partir la piñata. ¿Será que este es uno de los pocos países en donde esa conducta del agandalle o aperre sea no sólo prohijada, sino hasta exaltada? Ésta puede ser parte de la respuesta a lo que nos falta como Nación en términos de solidaridad y de colectivización.

Aprendí rápido y, afortunada o desgraciadamente –dependiendo de quién lo diga-, no fue algo difícil para mí. La supervivencia me venía bien en un mundo que, girando cada vez más rápido, tenía más peligros ya que “los robachicos” o “el señor del costal” de la época de mis padres. Y a este mundo, lleno de colores, de olores, de gente tan diferente una de la otra, de mil y un formas de pensar y de entender, llegué con una visión desenfocada como ya dije, un corazón lleno de esperanza en lo terreno y de fe en lo divino, un alma que ha servido como insustituible timón de mando en situaciones extremas y un cuerpo listo para experimentar la vida.

Recuerdo que, vista desde otra perspectiva, la Tierra puede parecer un pequeño punto azul en el espacio (como dice un comercial de TV de cierta afamada tarjeta de crédito); es un punto ínfimo, minúsculo y casi imperceptible dentro de la descomunal inmensidad del Universo. Sin embargo, es un puntito en el que caben muchísimas cosas, algunas sublimes, otras simplemente abominables. Se me ocurre preguntar si es que este punto es el único destino posible o si es que existen algunos otros donde pudiéramos hacer escala. Creo que esta es una pregunta inconducente, al menos por el momento, dado que -hasta el momento- no sé de alguien que válidamente me la pueda responder. 

Pero volviendo al equipo de llegada, la verdad es ésa. No hay nadie que pueda decirte con qué cosas llegaste armado al mundo y qué es lo que te hace falta o qué es lo que te sobra. Esas son cosas que sólo la experiencia, la búsqueda del autoconocimiento y la observación te pueden dar. ¿Cómo saber si eres capaz de sobreponerte a tal o cual situación? Sólo viviéndola y aplicando todo aquello de lo cual dispones para salir a flote. Ése es el riesgo y ésa, la recompensa. Morir en el intento, pero intentar sobrevivir.

Sí, es cierto, hay mucho más que sólo blanco y negro: están el rojo, el amarillo, el verde, el azul, etc., pero no el gris. La parte gris, la de la indeterminación y del dejarse llevar a la deriva nunca han sido mi definición de vida. Esquivar la mirada, beber sin saborear, hablar bajo, caminar a pasos cortos, respirar a medias, morir a medias. Vivir sin estar vivo y morir estando muerto, prefiero la nada.

sábado, 29 de septiembre de 2012

Azul terciopelo


Se trouve autant de différences de nous à nous-mêmes que de nous à autrui.
(Essais, Michel de Montaigne)


“Estábamos sentadas en puntos equidistantes en una cafetería de esas que abundan, donde el café es más ácido que muchas de las conversaciones que ahí tienen lugar. La miraba y no atinaba a saber su edad. Lo único que llamaba mi atención era su escote pronunciado enmarcado por un suéter de color azul pálido y la cabellera enrojecida y rizada, libre y suelta, tan rara en días en que las mujeres proclaman su libertad apagando la luz y cubriéndose con las sábanas para no ser vistas mientras hacen el amor. La rodeaban algunas personas de edad avanzada y, al parecer, no tan vivaces como ella”. 

Mientras, en el diván de su consultorio, mi analista escudriñaba en mi mente, al tiempo que yo me sentía acariciada por el terciopelo azul del mueble y me dejaba invadir en una nube de recuerdos como si retroceder a la imagen me hubiera transportado a un momento de felicidad inexplicable.

¿Quién era esa mujer y por qué su presencia había llamado tan poderosamente mi atención? Esto fue así durante todo el tiempo que permanecí en aquel lugar y no dejaba de sentir su mirada posarse sobre mi cuello, ni sobre mi cabello recogido en una colita de caballo aparentemente inocente que dejaba entrever mi gusto por el desorden, la lujuria y las emociones desbordadas. Todo había comenzado cuando mi mirada se había tropezado inicialmente con el rostro macilento de otra mujer de cabellos lacios y atuendo aburrido, y ahí, en segundo plano estaba ella. La que daba vida a aquella mesa llena de gente vetusta. ¿Cómo era posible que un rostro opaco y apagado como el de la primera mujer coexistiera con el que identificaba a ese personaje aparentemente lleno de energía y libertad?

-“No, no es cierto”-. Eso fue lo que pensé cuando Norma, mi analista, me decía que la imagen de esa mujer era la imagen de mis deseos reprimidos. –“Y qué, ¿debo entonces suponer que ella es lo que quiero? –“No”, dijo ella. –“Lo que debes entender es por qué te atrajo tanto, tal vez se trata de una imagen de cómo es que tú quisieras ser vista o, incluso, de cómo quisieras verte a ti misma”. Sentí entonces que el hasta entonces acogedor y envolvente terciopelo azul me escupía como cuando el mar regresa algo que no le es propio en una ola fuerte. Ése era el punto. Mi fetiche momentáneo representaba el ideal de mí misma. Salí a buscarla.

La busqué entre las puertas que separan las imágenes ficticias de los recuerdos más o menos reales; la busqué entre los recuerdos que deja la ropa que ya no uso y entre los libros que no he leído últimamente. Fui a ver si estaba entre los sueños que poblaron mi niñez, mi adolescencia y mi juventud. Se me ocurrió también ir en su busca en los sabores que no he vuelto a probar, en los olores que he dejado de percibir y en los sonidos que ya no escucho más. Nadie me dijo nada. Sólo encontré piezas de la mujer que creo que soy, pero no sé si lo que encontré es realmente lo que soy.

¿Quién decide si lo que decimos ser es lo que realmente somos? ¿En qué punto lo que decimos ser se vuelve uno con lo que parecemos ser? ¿A quién creerle? ¿Al yo o a los otros? ¿Quién puede, válidamente, decir que sabe exactamente quién es?

El diván de mi analista me vio regresar unas cuantas veces más para ahondar en esa búsqueda infructuosa de una imagen, de una identidad propia a la cual asirme para no ir buscando imágenes encarnadas en personajes de cafetería de comida rápida. Nada ni nadie ha sido capaz de darme una idea completa de quién soy o de cómo es que los demás me perciben. Tampoco me ha sido posible saber si lo que yo percibo como mi yo es una sola cosa con lo que los otros ven de mí. Creo que esas preguntas son necesarias en algún punto de la vida, pero sólo como escalas en el viaje, no como destinos del mismo. Creer que es posible entender de manera total cómo los demás son un espejo de uno, y al mismo tiempo, cómo uno lo es de ellos, es algo cercano a pensar que se puede escuchar el silencio y que se puede ver la oscuridad. Sólo el azul terciopelo es real.

martes, 31 de julio de 2012

Como si escribir fuera tan fácil...



Caminaba por la calle con esas piernas frágiles que dicen que Dios le dio, iba sobre unos tacones altísimos -tan de moda- y enfundada en un vestido negro que apenas si alcanzaba a cubrir lo esencial de su enclenque figura. Cruzó la avenida casi sin voltear a los lados, segura de que ese día lo seguiría contando entre los que se amontonaban en el calendario de su vida. Nada más subir al taxi que la llevaría a su cita, recordó cómo había dejado las llaves de la casa guardadas en el escritorio de la oficina. Eso cambiaba todo. Si las cosas no salían como esperaba, no tendría cómo regresar a su casa por la noche y tendría que ingeniárselas para aparecer por la mañana del día siguiente con el mismo vestidito negro en la oficina, puntual como siempre y fingiendo demencia ante las miradas burlonas y suspicaces de sus compañeros de trabajo. Ojalá que las cosas fueran diferentes, porque regresar ya no era una opción. Tardaría al menos una hora más en ir y volver, eso sin contar que, de verla de nuevo ahí, su jefe seguramente le encontraría alguna ocupación nueva y que seguramente no podría incluirse en su reporte de actividades.

La vida la puso en ese lugar y no había mucho que hacer al respecto. Mientras el taxista iba hablando por un celular tipo "ladrillo" (¿todavía servía?), la gente y el tránsito le parecían algo tatuado en el paisaje ceniciento de las calles. Todo era como un escenario de esos que se utilizaban en las caricaturas antiguas, una banda sin fin que se repetía una y otra vez, con las mismas cosas, las mismas caras, los mismos colores, los mismos sonidos. Todo igual, una y otra vez. Sabía que aunque llegara tarde no sería tanto el problema, porque la esperarían, eso era seguro; pero regresar a la oficina casi vacía no era una opción.

La voz del taxista interrumpió la rumiadura monótona de sus pensamientos, había llegado y eran ochenta pesos -ni que la hubiera llevado al fin del mundo-... En fin, los pagó sabiendo que era una sola vez la que haría esto. Subiendo los escalones pequeños y enjutos no supo reconocer su miedo en la aceleración de su corazón, simplemente recordó todos los días que había estado atada a esa silla detrás de la mampara otrora verdinegra y que ahora ostentaba ese color azul chillón queriendo-verse-moderno y se sintió sofocada. No se iba a echar para atrás. No, no, no. Ya estaba ahí y ahora no había de otra. Se venía auto-convenciendo de que no pasaba nada, de que nadie lo iba a saber, de que era dinero fácil, de que nada más era esta vez y ya... Y se preguntaba mil y más cosas: ¿Qué tal si alguien la había visto entrar ahí? ¿Qué pasaría si quien estaba esperándola resultaba ser un conocido o un conocido de un conocido? Todo se sabría. ¿Y qué tal si le gustaba? ¿Y si dentro de todo, no era la que ella creía ser? ¿Y si le pasaba algo? Tardarían días en encontrarla ahí, pero para todo eso, ya era tarde y se encontraba frente a la puerta.

"Pásale", escuchó cuando se abrió la puerta. Ni siquiera quiso ver bien la cara del ser que había estado ahí, esperando su arribo concertado por medio de una conocida que no había sido muy buena para darle más detalles del encuentro, y que sólo dijo que "pagaba muy bien" y que "era una persona muy educada y decente". El dinero era lo más importante de todo, o al menos así le pareció en un principio, cuando Claudia le dijo que era fácil hacerlo para sacar "un muy buen dinerito extra". Pero no, no era así. Estando ya ahí, con nada más que sus tristes trapos -los mejorcitos que tenía- y su menuda humanidad, ya sin más salida que ponerse a la disposición del "cliente", se sintió poderosa. Era un poder que nunca había sentido antes. Era capaz de ponerse ante ese postor que pidió un rato de evasión de la realidad con una extraña y podía darle lo que quisiera: ella y sólo ella era la única con la facultad para hacerlo gozar y sentir. Ella, esa mujer tantas veces vejada por hombres casi lampiños, de manos torpes, mal aliento y vientres dilatados. Todos esos, bueno, no tantos, la habían utilizado. Nunca había sentido nada con ellos, menos aún poder. Ahora, todo era diferente.

Todo sucedió muy rápido, más de lo que ella hubiera deseado. Pero el poder, ah! esa droga maravillosa la tenía aún experimentado su primer orgasmo. Algo tan inagotable como el agua del mar y tan profundo como la mirada del Universo en el fondo del corazón de un recién nacido. No quería que terminara y, sin embargo, terminó; pero esta vez no estaba esperando nada, ni un abrazo, ni una caricia, nada. Sólo se sentía increíblemente fuerte. Contó el dinero, como hay que hacer siempre y se dirigió a la salida, no sin antes darle las gracias a su primer amante de verdad. Bajando las escaleras, tomó su celular: "¿Claudia? Sí, soy yo, todo perfecto. Oye, ¿tienes otro clientecito?".


martes, 15 de mayo de 2012

Historias de gatos

El primer acto es libre en nosotros; somos esclavos del segundo.- Mefistófeles 
(Fausto, Johann Wolfgang von Goethe).

¿Cuál habrá sido el primer gato con el que me topé en la vida? De seguro fue uno de los que alimentaba en su rancho mi Nona para mantener a raya a los ratones, ratas, cuijes y demás fauna del altiplano considerada como nociva por la gente de campo; desde que tengo memoria los felinos han estado ahí, presentes con sus gestos y andares indescifrables. Muchas veces los perseguí hasta el cansancio -suyo y mío- hasta el punto de haber así ocasionado la muerte de uno muy pequeño que amaneció tieso y con la mirada perdida en el infinito junto al establo. "Lo espantó una vaca", dijeron los trabajadores, sin saber que quien lo había perseguido, acorralado y cansado hasta dejarlo exangüe, había sido yo. El gatito, pinto de color blanco y negro, pagó así el precio de resultarme irresistible, tanto que, queriendo tocarlo, lo maté. 

Ya con más cuidado -para no matarlos de cansancio-, continué observándolos y siguiéndolos para conocerlos más. Ya no quería tocarlos, tan sólo los seguía con la mirada para tratar de adivinar sus movimientos, algo que resultó difícil en extremo y en lo cual no siempre tenía éxito. Entendí, pasado un tiempo, que lo mejor sería simplemente observarlos, sin tratar de adivinar nada; aunque de vez en vez, cuando lograba entrar al cuarto de enfriar la leche y me los topaba de frente, los miraba fijamente esperando que, tal vez, un día, uno de ellos me espetara una maldición o iniciara una conversación conmigo. No sucedió así (afortunadamente para mi familia, pues en caso contrario -como diría Mafalda- la cuenta del sicoanalista se hubiera ido a las nubes).

Hubo algunos más cercanos que otros, recuerdo el que pertenecía a mi prima, uno de color negro, pequeño, esbelto y mucho más inteligente que muchos de mis congéneres: doblaba con la pata la esquina de la alfombra de la sala de televisión y acomodaba ahí la cabeza para ver el aparato al igual que sus dueños; otro más, también pinto de color café y blanco me hizo cumplir con el karma de aquel gatito muerto en el establo, pues estando muy enfermo y queriendo salvarlo, lo llevé desde donde vivía hasta una veterinaria durante todo un viaje de carretera, sólo para que al llegar ahí, el veterinario me dijera que lo mejor era despedirlo del mundo para que ya no sufriera.

En mi primer trabajo importante, un gatito me iba a visitar casualmente cuando más estresada o preocupada me encontraba, y me hacía compañía con sus maullidos hasta que la idea adecuada llegaba a mi mente; también están aquellos gatos que oportunamente se han aparecido en mi camino cuando sin saberlo me encontraba en peligro o cuando las situaciones no eran fácilmente explicables por medios racionales. El último, una gata siamesa que ha venido a visitarme a mi ventana, me recuerda la relación tan especial que he tenido con ellos durante toda mi vida. 

Los gatos, como todo en este mundo, tienen a sus partidarios fervientes y a sus acérrimos detractores. Existen tradiciones antiguas que no les dan el trato más favorable -cosa que también ocurre con su competencia, los perros-, y hasta se les ha quemado junto a sus amas acusadas de brujería; así, entre los nia (Sumatra) se les ha tachado de servidores de los infiernos, mientras que los egipcios antiguamente los veneraban, pues se consideraba que protegían al hombre de sus enemigos ocultos. Así, odiados por muchos, temidos por otros, amados por unos más, los gatos encarnan el arquetipo de muchas de sus cualidades (o defectos, según se trate de un fan o de un hater), y no creo que dejen de sorprenderme por su gracia y agilidad, mientras me sigo preguntando el por qué de su eterno gesto desdeñoso.

Finalmente, debo decir que aunque sé que no a todo el mundo le gustan los gatos, también estoy segura de que no todos somos de su agrado.

lunes, 30 de abril de 2012

Mi salita rodante: mi otro yo




Las hay de tantos colores como se las pueda uno imaginar; con diseños extravagantes, unas más refinadas, deportivas, conservadoras o ultramodernas; con tendencia a la sinuosidad o bien de austeras líneas rectas; compactas o desmesuradamente aparatosas; y, por supuesto para todos los bolsillos y presupuestos. Pero eso sí, casi todos sueñan con tener una... 

Cuando adquirimos la primera -o nos la regalan, si es que somos así de afortunados-, no cabemos de felicidad: tenemos ya nuestra propia salita rodante. Sí, ese aparato que nos llevará a donde queramos, cuando queramos y -lo más importante de todo- con quien queramos. Se convierte, desde ese momento, en un quasi miembro de la familia. Para todo la incluimos y en todos los planes hay que contemplarla. No hay momento en que no sea de importancia y hay quienes en realidad, pasan más tiempo en ella que con su familia nominal, ya sea porque el tráfico intenso de su ciudad así se los impone (la Ciudad de México es uno de los escenarios que ha visto verdaderas e intrincadas historias surgidas de la relación de tales aparatos con sus propietarios) o bien, por el puro gusto de disfrutar el espacio personalísimo que sólo una salita rodante puede brindar.

¿Quién no ha pasado tanto momentos memorables como capítulos nefastos de su vida en su salita rodante? En ellas se puede comer, dormir, cantar, reír, llorar, pensar, pasear, divagar, trabajar, leer, escribir, imaginar y casi todo lo que uno puede hacer en la sala de su casa. Actualmente hasta se puede ver la TV, a riesgo por supuesto, de ocasionar un accidente de tránsito. Dejo también aparte a quienes hablan por teléfono celular, e incluso, envían mensajes de texto o van actualizando sus perfiles en las redes sociales mientras con una rodilla van maniobrando sin ver en realidad, para no chocar. Estos y los de la TV a bordo, no tienen un nombre que se pueda publicar sin lastimar susceptibilidades. Simplemente son detestables y absolutamente condenables. Se han tomado a pecho lo de "salita rodante" y la utilizan como un sitio de recreación familiar o personal, sin medir las consecuencias que para los demás pueden llegar a tener sus elecciones de esparcimiento. No es necesario reproducir aquí las cifras de accidentes vehiculares de consecuencias fatales que, año con año, se producen por estas aparentemente inofensivas conductas.

Cuando nos ponemos al frente del volante de la salita con ruedas se nos olvida que se trata de un artefacto que pesa, en lo general, más de una tonelada, es decir mil kilogramos. Imaginemos entonces, por un momento, que adquirimos las dimensiones que implicaría tener ese peso y que podemos alcanzar velocidades superiores a los 100 Km/Hr, cuando en realidad el peso de un mexicano promedio no excede de los 75 kgs y la velocidad del hombre más rápido sobre la faz del mundo (Usain Bolt) actualmente no pasa de los 37 KM/Hr. No estoy diciendo con esto que la velocidad que alcanza el atleta jamaiquino sea la indicada para que conduzcamos nuestras salitas rodantes, pero sí estoy sugiriendo que si tomáramos en consideración que éstas son, en efecto, aparatosas y muy veloces, entenderíamos que más que una extensión de nuestros hogares de la cual buscamos vanagloriarnos, se trata de artefactos muy similares a un arma.

¿Qué pasaría si en lugar de manejar nuestras salitas rodantes como si fueran mini-tanquetas de guerra, pensáramos que vamos al desnudo sin la coraza que ellas representan? ¿No sería entonces más parecido a lo que sucede cuando vamos caminando? Es muy raro ver a alguien que va caminando echar lámina o acelerar súbitamente el paso para impedirnos el nuestro mientras va rebasando y atropellando a los demás peatones, pues cuando uno va así al desnudo entre los demás caminantes, se encuentra a roce de piel y no es tan fácil esconderse y protegerse con la armadura que le da a uno la salita con ruedas. Si eso sucediera, las salitas dejarían de ser artículos acicala-egos y extensiones domésticas para volverse lo que son, simples medios de transporte.

domingo, 22 de abril de 2012

La plaga poética: ¡Feliz Día de la Tierra 2012!




¡Buenos días Madre Tierra!

Hoy decimos tus habitantes humanos que celebramos tu Día porque hace ya más de cuarenta años, ciertos personajes propusieron la inclusión de los problemas medioambientales en la agenda política internacional, lo cual, siendo avalado por la ONU, dio como resultado que cada 22 de abril los humanos digamos que te celebramos con un día (sí, sólo uno; ya hay muchos más ocupados por la madre, el padre, el niño, las mujeres, las banderas, las independencias de los países, los héroes de cada nación, los abuelos, los hermanos, las secretarias, las enfermeras, los médicos, la salud, el VIH, el agua, el antitabaquismo... bueno, hasta día de los perritos atropellados debería haber) y sólo uno, de conciencia ecológica sobre la gravedad de los problemas que aquejan al medio ambiente en razón de nuestras actividades a nivel especie.

Quiero contarte cómo es que he estado celebrándote el día de hoy: desperté por la mañana cubierta y protegida por sábanas blancas hechas de plantas de algodón que se dedican exclusivamente a la producción de telas que serán industrializadas para que más gente -como yo- pueda adquirir sus sábanas de 240 hilos; seguramente sabes que esas plantas de algodón son de las que mayores cantidades de químicos utilizan y que te contaminamos cada vez más por querer obtener mayores cantidades de algodón, sin olvidar cuánta agua es necesaria para que esas plantas crezcan rápido y generen el tan ansiado producto.

Enseguida, me dirigí al baño a desechar lo que mi cuerpo ya no necesita para realizar sus funciones y con ello contribuí -como tanta y tanta gente- a ensuciar un poco más -sólo un poquito más- las aguas de los ríos, mares y lagos a los que pueda llegar aquello que deseché, sin contar por supuesto el daño que te hice al utilizar el papel higiénico (que no tiene nada de "higiénico") y los litros y litros de agua que se necesitaron para que esa descarga llegara a un drenaje llamado "sanitario" por alguna extraña razón que escapa a mi entendimiento.

Y como todos los días, era hora de preparar el desayuno: huevos, leche, quesadillas y un plato de fruta. Resultado: 1) aceite vegetal en la sartén listo para ser despachado también por el drenaje "sanitario"; 2) basura orgánica e inorgánica que desgraciadamente si separo no servirá de nada pues al llegar al camión recolector el operador simplemente compactará todos mis desechos, los de mis vecinos y los de todos los habitantes del sector que le corresponde y los llevará -así ya reducidos a una masa irreconocible y maloliente-, al también llamado "relleno sanitario" que tú, Madre Tierra, también albergas en tu superficie (por favor, que alguien me diga quién fue el genio al que se le ocurrió acuñarle el mote de "sanitario" o "higiénico" a las cosas que son todo, menos sanitarias o higiénicas); 3) gas "natural" (eso me hace suponer que existe el "artificial") que fue extraído de tus rocosas entrañas desde quién sabe dónde a costa de mecanismos como el "fracking" por los que se contaminan las aguas de tu subsuelo al inyectarle químicos que disuelvan las fisuras de tu sustrato rocoso y permitir que se pueda extraer más gas, más rápido y a menor costo, todo para que yo pueda cocinar mis huevos y mis quesadillas a gusto y sin mayores complicaciones; 4) ondas electromagnéticas del microondas en que caliento la leche (sin contar los gases del refrigerador que utilizo para mantener frescos los alimentos) y que también contaminan tu aire pues no son un agente natural y a la larga ocasionan enfermedades; 5) la fruta que consumí seguramente fue producida por agricultores que no te respetan y que para apresurar el crecimiento de sus cultivos utilizan agentes químicos que contaminan gravemente tu suelo y lo inutilizan en cierto tiempo para poder seguir siendo fértil, ello sin contar el desequilibrio ecológico que generan el control de plagas, la extracción intensiva de agua de tus mantos freáticos para riego y muchas otras prácticas comunes en el agro, todo para que yo pueda consumir mi plato de frutas que tanto me gusta; y, por último, 6) la leche que tomé y los huevos que me comí y que han sido obtenidos en granjas de producción masiva, donde generalmente no se respeta el equilibrio originalmente propuesto por ti, querida Madre Tierra, y donde lo primordial es el lucro a costa de la comercialización a gran escala.

Sé que no necesitas que prosiga con el resto de mis actividades hasta este momento en que estoy haciendo patente mi celebración por ti, pues para muestra, basta un botón, y como podrás notar, Madre Tierra, hoy sí te he estado celebrando al tener muy en cuenta todo esto y hacer realmente conciencia de la gravedad de mis acciones diarias para contigo. Pero eso, sólo será por el día de hoy, mañana será otra historia, otro día y otra celebración para algo o alguien más. Finalmente, tú siempre estarás ahí, ¿o no? 

Atentamente,


La plaga poética.

martes, 13 de marzo de 2012

Martes 13 y los idus de Marzo

Marzo, el tercer mes del año indica también el despunte de la Primavera y con ello, el inicio de este clima caluroso, seco, lleno de polvo y de aparente olvido donde todo puede suceder.


Abro las ventanas por la mañana, lo único que me refresca entonces es la sensación del día que nace y la del sol que no esplende aún. Son esos momentos previos al acalorado trajín de las veinticuatro horas que se tienden ante mí, los que me hacen mantener la fe viva en mi corazón. De otra manera, sin la posibilidad de ver el sol salir ante mi y sin sentir la brisa matinal que sacude mis temores enraizados por la noche llena de sueños densos y acalorados, la vida tendría menos sentido del que ya tiene.


Un martes trece ya casi fenece y su racha ha sido una insabora, incolora e inodora. Ya no los hacen como antes, ya ni siquiera tuve ese sentir de indefensión ante lo inesperado, ya sabía que hoy nada sucedería... Pero los idus de marzo, ésos, aún no han terminado, tal y como le indicaría el augur al César en su camino al Senado adonde sería apuñalado hasta la muerte.


¿Qué traerán en su ráfaga esos idus que se avecinan, oscuros, insondables e intangibles aún? No lo puedo saber, aún no he liberado del todo a la pitonisa que llevo dentro, lo único que puedo saber es que abriré las ventanas una vez más esperando recibir la brisa fresca y limpia que cada mañana me devuelve la fe en el mundo y me hace elevarme por encima de mis pesadillas.





Salve, Regina, Mater Misericordiae
vita dulcedo, et spes nostra, salve.
Ad te clamamus, exsules filii Hevae.
Ad te suspiramus, gementes et flentes,
in hac lacrimarum valle.
Eia, ergo, advocata nostra,
illos tuos misericordes oculos ad nos converte;
et Iesum, benedictum fructum ventris tui,
nobis post hoc exilium ostende.
O clemens, O pia, O dulcis Virgo Maria.
Amen.

sábado, 3 de marzo de 2012

Celebrar la vida

Ayer se cumplieron dos años del nacimiento de nuestra hija, y al cantarle las Mañanitas sabía que lo estaba haciendo también para mí misma, la niña rebelde y caprichosa que desde ese día se estrenó en la aventura de ser Madre...




Dos años han pasado y ni uno solo de sus días ha transcurrido sin maravillarme y sin sorprenderme por la infinita complejidad que es la crianza de un hijo, y sí, supongo que para las mujeres de otros tiempos no había tiempo para tantas perplejidades y ensimismamientos, pues con cinco, seis y -en no pocas ocasiones- hasta doce o más hijos, lo único que existía era el día a día y la vida que las llevaba si no de la mano, más bien en un ritmo parecido al de una locomotora en aceleración constante e incesante, y sin embargo, sorprendentemente para nosotras, madres a lo sumo de tres o cuatro infantes, lograban darse tiempo para realizar tareas en apariencia insignificantes como manualidades, pero que les proporcionaban espacios -mínimos si se quiere- de distensión de los quehaceres diarios. 


Hoy, nosotras, las mujeres del siglo XXI estamos tan ocupadas tratando de entender, resolver y hacer que otros entiendan el mundo, que nos estamos perdiendo ya no en el ritmo de la locomotora, sino en una fuerza centrífuga que nos está alejando constante e inexorablemente del centro de la esencia del ser humano. Y aclaro que esta fuerza centrífuga también afecta a los  hombres, pero en este momento hablo de las mujeres por ser un tema que conozco bien desde adentro. 


Es esta fuerza la que hace que ni siquiera podamos encontrar el tiempo para escribir -tal como en estos momentos lo hago-, o para leer o para realizar cualquier actividad que resulte de nuestro interés... ¿A dónde demonios se fue el tiempo? ¿Cuándo se acortaron los días que no nos dimos cuenta? ¿Será que, sin percatarnos de ello, alguien nos va recortando los minutos, las horas, los días en nuestros relojes para que - de manera similar a lo que sucedía en Underground (Emir Kusturica, 1995)- nuestros días transcurran aceleradamente y sin ton ni son? ¿A dónde quedó el tiempo necesario para reflexionar y pensar, o simplemente, para recrearnos y reencontrarnos? 


Si sólo nos vamos a quedar con las fechas especiales como aquellas que utilizamos de referentes para nuestros hitos personales -así como yo lo hice con el segundo cumpleaños de mi niña-, nos estamos perdiendo del resto de nuestras vidas. ¿Dónde están tus amaneceres, tus mañanas, tus mediodías, tus tardes, tus atardeceres, tus noches? ¿Se los están llevando por delante las manecillas del reloj? La vida es hoy, es este instante, es el momento en que despiertas, el momento en que ves caer la luz del sol sobre el follaje de un árbol, o cuando escuchas la voz de alguien que amas. No esperes a que sea el cumpleaños de alguien para decirle que lo amas, vive hoy, no pospongas en lo importante, aunque suene a reiteración de esos mensajes que abundan por correo electrónico con historias tristes sobre el amigo ya muerto al que nunca le dijeron cuánto lo querían.


Frágil y hermosa como es, la vida merece ser celebrada todos y cada uno de nuestros días, porque, al final de cuentas nunca sabremos cuando llegará un meteorito que nos hará a todos regresar al polvo de estrellas de donde venimos.