-Abuela, ¡qué dientes tan grandes
tienes!
-¡Para comerte mejor!
Y diciendo estas palabras, este lobo
malo se abalanzó sobre Caperucita Roja y se la comió.
(Caperucita Roja, Charles Perrault).
Mientras Doris se secaba las lágrimas con la servilleta
rasposa de la cafetería de paso en donde estaban, su amiga la escuchaba
sorbiendo apuradamente ese café con gusto ácido que estaba segura, acentuaría
más tarde su gastritis crónica: “No puedo seguir así”, decía Doris mientras se
tallaba los ya de por sí enrojecidos ojos. “Él no me da nada, sólo me quita: me
quita tiempo, me quita dinero, me quita felicidad, vida y ahora lo peor, me
engaña con quién sabe cuántas”. Connie, su amiga de toda la vida, la que
conocía su casa de la infancia y a sus papás, sólo asentía solidariamente. Dejó
que Doris se desahogara, hasta que finalmente, tomando aire y llenándose de la
mejor de las intenciones, le soltó a su mejor amiga la escueta y consabida
pregunta: “¿Por qué no lo dejas?”.
Doris dejó entonces de
escuchar a su confidente y recordó cómo conoció a aquél hombre que ahora era el
verdugo de su existencia; parecía perfecto, era altísimo, guapo y fuerte, de
buenos modales, voz de terciopelo y con ese yo
no sé qué que sólo tienen los que vienen de familias muy adineradas de
tiempo atrás. Y aunque Regis ya era más bien un junior wannabe venido muy a menos cuando se lo presentaron, Doris se
deslumbró y cayó redondita. Salían a comer muy seguido, iban juntos a todos
lados, y así pasaron los meses, hasta que finalmente, un buen día él le hizo la
pregunta tan esperada. Recordó cómo fue su boda: todo parecía perfecto, la misa
perfecta, el banquete sin fallas, la luna de miel llena de momentos
inolvidables para ella, una virgen más sin altar donde celebrar su ingenuidad.
Y ahí, como por arte de
un hechizo mágico perverso, todo se convirtió en una cruel realidad: comenzaron
los golpes, las humillaciones, los celos sin fin… Doris sólo había conocido lo
que era el amor dulce en aquellos días de su luna de miel; ahora todas las
noches, era una amarga luna de hiel. Abusada una y otra vez, ella callaba, como
tantas y tantas mujeres seguras de que él cambiaría y que era “sólo cuestión de
darle tiempo”. Dejó su trabajo, dejó a sus amigas (sólo se mantuvo en contacto
con Connie porque vivía cerca de casa de sus papás y así podían verse aunque
fuera por ratos), dejó de cuidarse a sí misma, engordó y se olvidó de lo que
era comprarse ropa bonita, en fin, comenzó a morir en vida. Esto pasó por su
mente en un abrir y cerrar de ojos, su historia, el antes y el ahora
contrastaban como el día y la noche. Regresó como en caída libre a su triste realidad
cuando la mesera les preguntó con su tono cansón: “¿Todo bien? ¿No se les
ofrece nada más?”. Connie, quien ya iba por la segunda taza del horrendo café,
pidió más de la ácida bebida mientras regresaba a su amiga a su terrible aquí y
ahora. Ya no quiso hacerle preguntas que sabía no conducirían a nada a Doris,
mejor se enfocó en distraerla contándole un poco sobre sus no tan densos
problemas. Finalmente, se despidieron después de poco rato, pues a Doris le
urgía llegar a su casa para que Regis no la fuera a cachar.
Sin embargo, algo de lo
que platicaron esa tarde, hizo que se rompiera el encantamiento que tenía presa
a Doris en una cárcel invisible donde los barrotes estaban hechos de
inseguridad, miedo y baja autoestima. Tal vez fue recordar cómo se sentía antes
de conocer a Regis: una joven con una prometedora carrera por delante; o tal
vez fue la pura envidia hacia su amiga Connie, ¿por qué no podría quejarse de
los mismos tontos problemas en vez de estar muriendo en vida con Regis a su
lado? Eso era. Morir. Regis debía morir. Y no sólo en el sentido figurado, como
un recuerdo que se entierra. No. Debía acabar con esa pesadilla de voz y
ademanes encantadores que la golpeaba sin misericordia cada noche para satisfacerse,
mientras ella sólo atinaba a ahogar los gritos de dolor entre las almohadas,
para que los vecinos no murmuraran al verla al otro día. Así lo decidió al ir
manejando de regreso a su casa el auto compacto que Regis le había sacado a su
nombre para que no estuviera molestándolo con eso de que no tenía cómo ir a ver
a sus papás.
Pasaron los días, pero
Doris no decaía en sus planes; al contrario, imaginar cómo sería su vida de
nuevo sin Regis le había dado una nueva alegría de vivir, tenía brillo en los
ojos y aunque no estaba en su peso todavía ni tenía ropa nueva que estrenar, se
sentía más ligera y sonreía mucho más –sólo por dentro, no quería que Regis
fuera a sospechar-. Planeó todo con sumo cuidado, lo haría una de esas noches
en las que su marido volviera apestando a alcohol y con gusto a otras mujeres. La
humillación de ver las marcas de lápiz labial ajeno en el cuello de la camisa
que ella misma le había lavado, acrecentaba el valor para emprender tamaña
empresa. Le haría ingerir un frasco entero de esas pastillas que a ella le
habían prescrito para poder conciliar el sueño; las molería cuidadosamente y
las añadiría al asqueroso licuado que le pedía al día siguiente de sus “nochecitas”,
recuerdo de sus efímeros días de seudoestudiante en Londres. La verdad que
Regis era bastante sangroncito, pero en su momento todo eso a ella le había
parecido sumamente encantador.
Regis no se dio cuenta
del sabor amargo de su horroroso batido porque su esposa le puso extra dosis de
salsa inglesa y un poquito de azúcar para neutralizar el sabor. Todo iba como
estaba previsto, ya con el licuado en su fornido organismo y sólo esperando a
que le hiciera efecto; pero en un rarísimo acto de buena voluntad, el marido victimizado
dio un inesperado giro a los planes de Doris cuando decidió salir a la calle a
lavar el auto de aquélla “porque mi mujer no puede andar en un auto tan sucio”.
La mujer sintió que la tierra se abría bajo sus pies. ¿Qué iba a hacer? ¿Cómo
lograría que Regis no sucumbiera a los efectos de la mortal bebida en plena
calle? No sabía qué efectos tendría la sobredosis y no estaba segura si serían convulsiones
o simplemente un desfallecimiento lo que precedería al tan ansiado desenlace. Tenía
que hacer algo rápido, y entonces, en un inusual momento de lucidez, Doris actuando
con toda la sangre fría posible, comenzó a besar a su marido, lo acarició como
si lo deseara con toda su alma y lo condujo seductoramente al silloncito que
quedaba a espaldas de la barra de la cocinita de su casa. Ya estando desnuda
ella y él con los pantalones abajo, le pidió que se acomodara en el mueble para
subirse a él; Regis obedeció sin pestañear, sorprendido de pronto por el tono
desconocido y la manera en que se le ofrecía su usualmente cohibida mujer...
Así estaba, cerrando los ojos por el placer que le producían los besos apasionados
de una Doris que hubiera querido conocer antes y sintiendo una extraña liviandad
que comenzaba a adormecerle las extremidades, cuando entre el estupor del
momento y los iniciales efectos de los somníferos, sólo alcanzó a sentir que
algo caliente escurría por su pecho, hacia su ombligo y más abajo aún,
agolpándose en un cálido charco en el hueco que formaba su entrepierna sobre el
sillón. La herida que infligió Doris en su cuello fue limpia, un corte preciso
y certero que atinó a la yugular, y que no tuvo problema en ser mortal, gracias
a los carísimos cuchillos que siempre tenía bien afilados y perfectamente
acomodados en su base de madera, la cual -ahora se vería- siempre estuvo muy
convenientemente cerca del sillón de la sala.
La recién iniciada
asesina ya no supo si fue por la herida en el cuello o si fue por el efecto de
las pastillas, pero Regis simplemente dejó de respirar y pocos minutos más
tarde, mientras seguía manando la sangre de su cuello fuerte y musculoso, su
corazón de verdugo disfrazado de príncipe de cuento de hadas, se detuvo para no
dar marcha atrás.
No lo podía creer.
Doris, desnuda y con el afilado cuchillo de chef aún en la mano, lo veía ahí
sentado, inerme, ensangrentado e indefenso con los pantalones amontonados a los
tobillos. “Si hubiera sabido que liberarme de Regis era tan fácil, lo hubiera
hecho antes”, pensó. Se sentía poderosa, una extraña mezcla de excitación,
felicidad y alivio tatuaba cada centímetro de su piel. Exudaba confianza, era
como si estar ahí de pie sin ropa alguna que cubriera sus curvas y empuñando un
arma ensangrentada, la hubiera remontado a tiempos perdidos en el amanecer de
la humanidad, cuando las mujeres regíamos los destinos de los hombres.
Caminó desnuda aún
hacia la pequeña cocina, se enfundó los guantes para el aseo, lavó a la
perfección el cuchillo y lo dejó sumergido en una mezcla de cloro y agua.
Entonces comenzó con sorprendente precisión de carnicero su labor, utilizando
para ello todo su repertorio de cuchillos de acero inoxidable y recordando con
los primeros cortes los gritos, los celos, las llamadas incesantes, la
desconfianza, la renuncia forzada a su trabajo, el no tener dinero propio…
Siguieron las incisiones más profundas para desmembrar la carne del cadáver
mientras Doris revivía las patadas en las piernas, los puñetazos recibidos en
la cara, las violaciones de casi todas las noches, los ojos morados por las
cachetadas y los jalones de cabellos. Con rapidez y precisión dispuso todo el
cuerpo en bolsas que llevó al jardín de la parte trasera de la casa. Ya el
jardinero había hecho el trabajo pesado, pues había cavado unos hoyos profundos
donde irían unos árboles –eso le había dicho ella-. Estaba colocando la última
bolsa en el tercer hoyo, cuando tropezó con una raíz y, creyendo que se le iba
la vida en un suspiro, sintió una fuerte sacudida en todo el cuerpo mientras una
luz cegadora le hacía apretar los ojos con fuerza. Había despertado.
Doris estaba en su
cama, las sábanas de algodón pesaban como lápidas y se pegaban a su cuerpo
sudoroso como si fueran una mortaja; no quería ni siquiera moverse, se sentía
anclada a la cama, las manos crispadas se aferraban al colchón y su respiración
se agolpaba en el pecho. Una mano masculina le retiró los cabellos de la
frente. Con los ojos llenos de lágrimas, sólo alcanzó a escuchar la voz de
terciopelo diciendo: “¿Tuviste otra pesadilla mi Caperucita?”.