Las hay
de tantos colores como se las pueda uno imaginar; con diseños extravagantes,
unas más refinadas, deportivas, conservadoras o ultramodernas; con tendencia a
la sinuosidad o bien de austeras líneas rectas; compactas o desmesuradamente
aparatosas; y, por supuesto para todos los bolsillos y presupuestos. Pero eso
sí, casi todos sueñan con tener una...
Cuando adquirimos la primera -o nos
la regalan, si es que somos así de afortunados-, no cabemos de felicidad:
tenemos ya nuestra propia salita rodante. Sí, ese aparato que nos llevará a
donde queramos, cuando queramos y -lo más importante de todo- con quien
queramos. Se convierte, desde ese momento, en un quasi miembro de la familia. Para todo
la incluimos y en todos los planes hay que contemplarla. No hay momento en que
no sea de importancia y hay quienes en realidad, pasan más tiempo en ella que
con su familia nominal, ya sea porque el tráfico intenso de su ciudad así se
los impone (la Ciudad de México es uno de los escenarios que ha visto
verdaderas e intrincadas historias surgidas de la relación de tales aparatos
con sus propietarios) o bien, por el puro gusto de disfrutar el espacio
personalísimo que sólo una salita rodante puede brindar.
¿Quién no ha pasado tanto momentos
memorables como capítulos nefastos de su vida en su salita rodante? En ellas se
puede comer, dormir, cantar, reír, llorar, pensar, pasear, divagar, trabajar,
leer, escribir, imaginar y casi todo lo que uno puede hacer en la sala de su
casa. Actualmente hasta se puede ver la TV, a riesgo por supuesto, de ocasionar
un accidente de tránsito. Dejo también aparte a quienes hablan por teléfono
celular, e incluso, envían mensajes de texto o van actualizando sus perfiles en
las redes sociales mientras con una rodilla van maniobrando sin ver en
realidad, para no chocar. Estos y los de la TV a bordo, no tienen un nombre que
se pueda publicar sin lastimar susceptibilidades. Simplemente son detestables y
absolutamente condenables. Se han tomado a pecho lo de "salita
rodante" y la utilizan como un sitio de recreación familiar o personal,
sin medir las consecuencias que para los demás pueden llegar a tener sus
elecciones de esparcimiento. No es necesario reproducir aquí las cifras de
accidentes vehiculares de consecuencias fatales que, año con año, se producen
por estas aparentemente inofensivas conductas.
Cuando nos ponemos al frente del
volante de la salita con ruedas se nos olvida que se trata de un artefacto que
pesa, en lo general, más de una tonelada, es decir mil kilogramos. Imaginemos
entonces, por un momento, que adquirimos las dimensiones que implicaría tener
ese peso y que podemos alcanzar velocidades superiores a los 100 Km/Hr, cuando
en realidad el peso de un mexicano promedio no excede de los 75 kgs y la
velocidad del hombre más rápido sobre la faz del mundo (Usain Bolt) actualmente
no pasa de los 37 KM/Hr. No estoy diciendo con esto que la velocidad que
alcanza el atleta jamaiquino sea la indicada para que conduzcamos nuestras
salitas rodantes, pero sí estoy sugiriendo que si tomáramos en consideración
que éstas son, en efecto, aparatosas y muy veloces, entenderíamos que más que
una extensión de nuestros hogares de la cual buscamos vanagloriarnos, se trata
de artefactos muy similares a un arma.
¿Qué pasaría si en lugar de manejar
nuestras salitas rodantes como si fueran mini-tanquetas de guerra, pensáramos
que vamos al desnudo sin la coraza que ellas representan? ¿No sería entonces
más parecido a lo que sucede cuando vamos caminando? Es muy raro ver a alguien
que va caminando echar lámina o acelerar súbitamente el paso
para impedirnos el nuestro mientras va rebasando
y atropellando a los demás peatones, pues cuando uno va así al desnudo entre
los demás caminantes, se encuentra a roce de piel y no es tan fácil esconderse
y protegerse con la armadura que le da a uno la salita con ruedas. Si eso
sucediera, las salitas dejarían de ser artículos acicala-egos y extensiones
domésticas para volverse lo que son, simples medios de transporte.