domingo, 11 de noviembre de 2012

Cadencia y tertulias (Parte I)





El ritmo es lo que hace a la poesía persuasiva y no informativa.
José Hierro (1922-2002) –Poeta español.


El papel más honroso en una conversación corresponde al que da la ocasión a ella, y luego al que la dirige y hace que se pase de un asunto a otro, pues así uno dirige la danza.
Sir Francis Bacon (1561-1626) –Filósofo y estadista británico.




Es domingo por la mañana. Sólo se escucha la música que he elegido para acompañarme en estos momentos y, de vez en cuando, el graznido de alguna urraca. 

Son estos instantes, en los que el sol acaricia dulcemente las superficies y cuando su luz despierta ese fino polvillo omnipresente, los que me hacen agradecer el silencio y la soledad en mis pensamientos después de una semana especialmente vertiginosa.

La música me hace querer recordar vidas que tal vez no he vivido: imagino cómo sería el discurrir de la gente en la época medieval y estoy segura de que sus vidas serían mucho más cadenciosas que las nuestras. Sus ritmos se verían irremisiblemente determinados por la sucesión regular de las estaciones, comenzarían con la siembra, seguirían con el cuidado de lo sembrado para hacerlo crecer, esperarían la cosecha, la levantarían, la almacenarían y tomarían sus provisiones para que, mientras durara el frío invierno, el ciclo comenzara de nuevo con la esperada primavera. Y todo, absolutamente todo en y sobre el mundo, seguiría esos ritmos. 

¿Qué pasó con esa cadencia? ¿A dónde nos están orillando estos nuevos tiempos en los que la mayoría de las veces no sabemos ni dónde estamos ni quiénes somos? Hemos olvidado el respeto por los ritmos de la Madre Tierra. No hay cadencia. No hay ritmos regulares, tan sólo una sucesión de disonancias sin consonancias en el medio. Erigimos altares a la productividad, a la competitividad, a la calidad… y nos olvidamos de la calidad en nuestras propias vidas. Amamos la tecnología, vivimos literalmente adheridos a nuestros smartphones (creo que el nombre lo llevan –tristemente- en honor de quien los creó, no en el de quienes los usamos), vemos televisión, hablamos horas y horas a un aparatito, enviamos e-mails a diestra y siniestra, actualizamos nuestros perfiles, tuiteamos, etcétera, etcétera... Y, ¿cuándo platicamos? ¿Cuándo nos procuramos el placer de tener una conversación? Si no es por negocios o por algún interés específico, la gente está dejando de tener encuentros personales, es decir, presenciales. Y ya ni eso: las conference calls –o conferencias- tan usuales en las compañías transnacionales desgastan su camiseta “I love tech” al máximo y ya no es necesario tener juntas presenciales gracias a la magia del teléfono, el Skype y tantas cosas más; aún así, en la jerga multinacional es común escuchar a la gente mencionar la palabra “cadencia” como sinónimo del seguimiento necesario que se le da a algún asunto específico. 

¿A quién se le pudo haber ocurrido –pregunto- trastrocar de esa manera el sentido de una palabra, tan de suyo, hermosa? Cadencia significa sucesión de sonidos o movimientos que tienen lugar de un modo regular y medido y que generan un efecto proporcionado y grato a los sentidos. Cadencia implica también respetar el ritmo natural de las cosas; la cadencia produce una experiencia agradable a los sentidos. La cadencia debería, sí, ser algo mucho más presente en nuestras vidas más allá de juntas, reuniones, conferencias o como quiera que se llamen esas interacciones forzadas, llenas de tecnicismos, intereses adquiridos y creados y uno que otro intercambio de ideas. 

En contraste, la cadencia está presente y rige una buena conversación. Enfatizar la calidad de la conversación aquí significa que no se trata de esos diálogos monosilábicos, llenos de interjecciones posmodernas y sin un faro que las guíe. Una buena conversación pone en juego la inteligencia, las experiencias del hablante y su destreza para comunicarlas a otros. Es un arte. Conversar va más allá de un intercambio de expresiones, una conversación de calidad podría ser como la degustación de una buena comida: un aperitivo pone el tono de la plática; con el primer tiempo continúa el sabor impuesto por la entrada y permite que se fijen posturas sobre el tema; ya para el segundo tiempo, las posturas se pueden confrontar y permiten un sabroso intercambio de argumentos y experiencias, salpicado de anécdotas y lo que se quiera introducir ahí; el postre vendría, entonces, a ser el epílogo de la plática y donde se recapitule ya sin el fervor característico del segundo tiempo. ¡Ésa es cadencia!, hay ritmo y deleite de los sentidos en ello. No en una reunión para dar seguimiento a tal o cual asunto.

Hemos llegado al punto donde esa cadencia –la de una buena conversación- está al borde también de la extinción. La vida actual no nos permite ya tener ese placer. Somos máquinas de vivir, o más bien, de un mal-vivir que se va llenando de cosas que no nos dan la felicidad que ansiosamente perseguimos. Aquéllas conversaciones que las personas tenían con regularidad y que les procuraban momentos de recreo y enriquecimiento personal y colectivo ya casi nadie las recuerda. Ésas, las tertulias, son también una especie al borde –si no es que ya han desaparecido- de la extinción. ¿Quién de nosotros ha tenido esas reuniones con sus pares para, simplemente, conversar? Creo que ya casi nadie. Si no son reuniones de uno a uno, o bien reuniones de trabajo, las reuniones en modalidad tertulia se están prácticamente borrando del imaginario colectivo y eso es no sólo trágico, sino preocupante.  

(Continuará).