jueves, 1 de octubre de 2015

Crónicas de peluquería



Me pinto el cabello de negro para los encuentros amorosos,
y de blanco para las reuniones de negocios.
(Aristóteles Onassis).

Hace unos días acompañé a mi hermano a una de esas peluquerías a las que no solemos ir las mujeres: un local pequeño en una calle bastante transitada, dos sillones de piel teñida de bermellón con amplias bases metálicas circulares adheridas al suelo, altura ajustable y pedales cromados para colocar los pies donde los “maestros peluqueros” atienden a la clientela. Para acomodar a quienes esperan turno, unos modestos sillones de un material más emparentado con el vinil que con la piel, un televisor que seguramente transmitió ya varios mundiales de futbol y algunas revistas y periódicos no muy recientes.

Nada del glamour de los locales adonde acudimos nosotras: no hay manera de saber el nombre del maestro peluquero, y no creo que le gustara mucho tampoco el ser tuteado como para darle ese trato de aparente frescura y desenfado que se pretende dar a los trabajadores de la tijera en las nuevas “estéticas” -“estudios” o “salones”, como ahora se les llama-. No está la música de moda al aire, ni los uniformes de colores oscuros promocionando marcas de productos de belleza internacionales , tampoco las revistas con las tendencias más recientes en caras, nombres, destinos y gadgets, menos aún la oferta de un café, té o siquiera agua al cliente que se incorpora a la espera.

Lo que sí hay es esa dignidad con la que los peluqueros ejercen su oficio; su desempeño minucioso al manejar las delicadas tijeras y el infaltable peine con destreza tal, que hace que el sólo ir a perder unos cuantos milímetros de longitud en la melena, parezca un acto casi sagrado, imposible de ser reproducido en los modernos locales, siempre inmersos en el bullicio y la velocidad que exige la avidez por atender la mayor cantidad de clientes en el menor tiempo posible según una agenda pre-establecida.

En estos nuevos lugares ya nada es como antes: ni los que atienden ni los que acuden. Los cabellos se rizan, se alacian, son teñidos, decolorados, deshilados y rebajados, no sólo recortados y acomodados con gracia alrededor del cráneo. Se ve a los hombres que acuden –sobre todo a los más jóvenes- pedir estilos alborotados y barbas prolijamente recortadas, sometiendo el quehacer del estilista a un constante escrutinio y pidiéndole consejos y opiniones que llenan la sesión de un parloteo muy alejado de la solemnidad presente en las peluquerías. Esa “reingeniería capilar”, carece de la silenciosa gravedad que le imprimen los maestros peluqueros a su quehacer. En los “salones” o “estudios” los esteticistas se desempeñan de acuerdo al ánimo de los tiempos que corren; ejercen con rapidez y eficiencia lo que el cliente les pida, ya no hay tiempo para ritualizar ese momento íntimo de reacomodar el cabello a la cabeza de la mejor manera posible. Sí, se reacomoda, pero de manera mecánica, apresurada, y sobre todo, sin el respeto por ese punto en que el cliente se está reencontrando y redefiniendo a sí mismo a través de su melena –o de la falta de la misma-, vista desde el espejo que tiene enfrente. El parloteo incesante todo lo diluye y todo lo banaliza.

Por eso, tal vez la digna actuación de los maestros peluqueros, rodeada del orgulloso silencio que les da su saber hacer, sea lo invaluable de esos modestos locales, donde no hay ni revistas nuevas ni sillones modernos de piel. Tal vez por eso sigan teniendo una amplia clientela: por el donaire con el que ejercen su oficio, por la dignidad que le imprimen y por permitirle al cliente continuar con ese rito cuasi privado que es reacomodar con un respeto, casi sacramental, lo que le quede en la coronilla. Tal vez sigan existiendo a pesar de la proliferación de los locales modernos, altamente equipados, eficientes y bulliciosos. Tal vez los maestros peluqueros, en su anonimato, acumulen más virtuosismo que el que nunca soñarán con tener las pseudo-estrellas de la tijera con sus largas listas de espera y sus looks de última moda.

Tal vez simplemente exista quien siga prefiriendo el respeto a la trascendencia del ritual silencioso por encima del alboroto de un glamour hueco y transitorio. Tal vez.

miércoles, 25 de marzo de 2015

Sólo una Caperucita Roja más



-Abuela, ¡qué dientes tan grandes tienes!
-¡Para comerte mejor!
Y diciendo estas palabras, este lobo malo se abalanzó sobre Caperucita Roja y se la comió.
(Caperucita Roja, Charles Perrault).


Mientras Doris se secaba las lágrimas con la servilleta rasposa de la cafetería de paso en donde estaban, su amiga la escuchaba sorbiendo apuradamente ese café con gusto ácido que estaba segura, acentuaría más tarde su gastritis crónica: “No puedo seguir así”, decía Doris mientras se tallaba los ya de por sí enrojecidos ojos. “Él no me da nada, sólo me quita: me quita tiempo, me quita dinero, me quita felicidad, vida y ahora lo peor, me engaña con quién sabe cuántas”. Connie, su amiga de toda la vida, la que conocía su casa de la infancia y a sus papás, sólo asentía solidariamente. Dejó que Doris se desahogara, hasta que finalmente, tomando aire y llenándose de la mejor de las intenciones, le soltó a su mejor amiga la escueta y consabida pregunta: “¿Por qué no lo dejas?”.

Doris dejó entonces de escuchar a su confidente y recordó cómo conoció a aquél hombre que ahora era el verdugo de su existencia; parecía perfecto, era altísimo, guapo y fuerte, de buenos modales, voz de terciopelo y con ese yo no sé qué que sólo tienen los que vienen de familias muy adineradas de tiempo atrás. Y aunque Regis ya era más bien un junior wannabe venido muy a menos cuando se lo presentaron, Doris se deslumbró y cayó redondita. Salían a comer muy seguido, iban juntos a todos lados, y así pasaron los meses, hasta que finalmente, un buen día él le hizo la pregunta tan esperada. Recordó cómo fue su boda: todo parecía perfecto, la misa perfecta, el banquete sin fallas, la luna de miel llena de momentos inolvidables para ella, una virgen más sin altar donde celebrar su ingenuidad.

Y ahí, como por arte de un hechizo mágico perverso, todo se convirtió en una cruel realidad: comenzaron los golpes, las humillaciones, los celos sin fin… Doris sólo había conocido lo que era el amor dulce en aquellos días de su luna de miel; ahora todas las noches, era una amarga luna de hiel. Abusada una y otra vez, ella callaba, como tantas y tantas mujeres seguras de que él cambiaría y que era “sólo cuestión de darle tiempo”. Dejó su trabajo, dejó a sus amigas (sólo se mantuvo en contacto con Connie porque vivía cerca de casa de sus papás y así podían verse aunque fuera por ratos), dejó de cuidarse a sí misma, engordó y se olvidó de lo que era comprarse ropa bonita, en fin, comenzó a morir en vida. Esto pasó por su mente en un abrir y cerrar de ojos, su historia, el antes y el ahora contrastaban como el día y la noche. Regresó como en caída libre a su triste realidad cuando la mesera les preguntó con su tono cansón: “¿Todo bien? ¿No se les ofrece nada más?”. Connie, quien ya iba por la segunda taza del horrendo café, pidió más de la ácida bebida mientras regresaba a su amiga a su terrible aquí y ahora. Ya no quiso hacerle preguntas que sabía no conducirían a nada a Doris, mejor se enfocó en distraerla contándole un poco sobre sus no tan densos problemas. Finalmente, se despidieron después de poco rato, pues a Doris le urgía llegar a su casa para que Regis no la fuera a cachar.

Sin embargo, algo de lo que platicaron esa tarde, hizo que se rompiera el encantamiento que tenía presa a Doris en una cárcel invisible donde los barrotes estaban hechos de inseguridad, miedo y baja autoestima. Tal vez fue recordar cómo se sentía antes de conocer a Regis: una joven con una prometedora carrera por delante; o tal vez fue la pura envidia hacia su amiga Connie, ¿por qué no podría quejarse de los mismos tontos problemas en vez de estar muriendo en vida con Regis a su lado? Eso era. Morir. Regis debía morir. Y no sólo en el sentido figurado, como un recuerdo que se entierra. No. Debía acabar con esa pesadilla de voz y ademanes encantadores que la golpeaba sin misericordia cada noche para satisfacerse, mientras ella sólo atinaba a ahogar los gritos de dolor entre las almohadas, para que los vecinos no murmuraran al verla al otro día. Así lo decidió al ir manejando de regreso a su casa el auto compacto que Regis le había sacado a su nombre para que no estuviera molestándolo con eso de que no tenía cómo ir a ver a sus papás.

Pasaron los días, pero Doris no decaía en sus planes; al contrario, imaginar cómo sería su vida de nuevo sin Regis le había dado una nueva alegría de vivir, tenía brillo en los ojos y aunque no estaba en su peso todavía ni tenía ropa nueva que estrenar, se sentía más ligera y sonreía mucho más –sólo por dentro, no quería que Regis fuera a sospechar-. Planeó todo con sumo cuidado, lo haría una de esas noches en las que su marido volviera apestando a alcohol y con gusto a otras mujeres. La humillación de ver las marcas de lápiz labial ajeno en el cuello de la camisa que ella misma le había lavado, acrecentaba el valor para emprender tamaña empresa. Le haría ingerir un frasco entero de esas pastillas que a ella le habían prescrito para poder conciliar el sueño; las molería cuidadosamente y las añadiría al asqueroso licuado que le pedía al día siguiente de sus “nochecitas”, recuerdo de sus efímeros días de seudoestudiante en Londres. La verdad que Regis era bastante sangroncito, pero en su momento todo eso a ella le había parecido sumamente encantador.

Regis no se dio cuenta del sabor amargo de su horroroso batido porque su esposa le puso extra dosis de salsa inglesa y un poquito de azúcar para neutralizar el sabor. Todo iba como estaba previsto, ya con el licuado en su fornido organismo y sólo esperando a que le hiciera efecto; pero en un rarísimo acto de buena voluntad, el marido victimizado dio un inesperado giro a los planes de Doris cuando decidió salir a la calle a lavar el auto de aquélla “porque mi mujer no puede andar en un auto tan sucio”. La mujer sintió que la tierra se abría bajo sus pies. ¿Qué iba a hacer? ¿Cómo lograría que Regis no sucumbiera a los efectos de la mortal bebida en plena calle? No sabía qué efectos tendría la sobredosis y no estaba segura si serían convulsiones o simplemente un desfallecimiento lo que precedería al tan ansiado desenlace. Tenía que hacer algo rápido, y entonces, en un inusual momento de lucidez, Doris actuando con toda la sangre fría posible, comenzó a besar a su marido, lo acarició como si lo deseara con toda su alma y lo condujo seductoramente al silloncito que quedaba a espaldas de la barra de la cocinita de su casa. Ya estando desnuda ella y él con los pantalones abajo, le pidió que se acomodara en el mueble para subirse a él; Regis obedeció sin pestañear, sorprendido de pronto por el tono desconocido y la manera en que se le ofrecía su usualmente cohibida mujer... Así estaba, cerrando los ojos por el placer que le producían los besos apasionados de una Doris que hubiera querido conocer antes y sintiendo una extraña liviandad que comenzaba a adormecerle las extremidades, cuando entre el estupor del momento y los iniciales efectos de los somníferos, sólo alcanzó a sentir que algo caliente escurría por su pecho, hacia su ombligo y más abajo aún, agolpándose en un cálido charco en el hueco que formaba su entrepierna sobre el sillón. La herida que infligió Doris en su cuello fue limpia, un corte preciso y certero que atinó a la yugular, y que no tuvo problema en ser mortal, gracias a los carísimos cuchillos que siempre tenía bien afilados y perfectamente acomodados en su base de madera, la cual -ahora se vería- siempre estuvo muy convenientemente cerca del sillón de la sala.

La recién iniciada asesina ya no supo si fue por la herida en el cuello o si fue por el efecto de las pastillas, pero Regis simplemente dejó de respirar y pocos minutos más tarde, mientras seguía manando la sangre de su cuello fuerte y musculoso, su corazón de verdugo disfrazado de príncipe de cuento de hadas, se detuvo para no dar marcha atrás.

No lo podía creer. Doris, desnuda y con el afilado cuchillo de chef aún en la mano, lo veía ahí sentado, inerme, ensangrentado e indefenso con los pantalones amontonados a los tobillos. “Si hubiera sabido que liberarme de Regis era tan fácil, lo hubiera hecho antes”, pensó. Se sentía poderosa, una extraña mezcla de excitación, felicidad y alivio tatuaba cada centímetro de su piel. Exudaba confianza, era como si estar ahí de pie sin ropa alguna que cubriera sus curvas y empuñando un arma ensangrentada, la hubiera remontado a tiempos perdidos en el amanecer de la humanidad, cuando las mujeres regíamos los destinos de los hombres.

Caminó desnuda aún hacia la pequeña cocina, se enfundó los guantes para el aseo, lavó a la perfección el cuchillo y lo dejó sumergido en una mezcla de cloro y agua. Entonces comenzó con sorprendente precisión de carnicero su labor, utilizando para ello todo su repertorio de cuchillos de acero inoxidable y recordando con los primeros cortes los gritos, los celos, las llamadas incesantes, la desconfianza, la renuncia forzada a su trabajo, el no tener dinero propio… Siguieron las incisiones más profundas para desmembrar la carne del cadáver mientras Doris revivía las patadas en las piernas, los puñetazos recibidos en la cara, las violaciones de casi todas las noches, los ojos morados por las cachetadas y los jalones de cabellos. Con rapidez y precisión dispuso todo el cuerpo en bolsas que llevó al jardín de la parte trasera de la casa. Ya el jardinero había hecho el trabajo pesado, pues había cavado unos hoyos profundos donde irían unos árboles –eso le había dicho ella-. Estaba colocando la última bolsa en el tercer hoyo, cuando tropezó con una raíz y, creyendo que se le iba la vida en un suspiro, sintió una fuerte sacudida en todo el cuerpo mientras una luz cegadora le hacía apretar los ojos con fuerza. Había despertado.


Doris estaba en su cama, las sábanas de algodón pesaban como lápidas y se pegaban a su cuerpo sudoroso como si fueran una mortaja; no quería ni siquiera moverse, se sentía anclada a la cama, las manos crispadas se aferraban al colchón y su respiración se agolpaba en el pecho. Una mano masculina le retiró los cabellos de la frente. Con los ojos llenos de lágrimas, sólo alcanzó a escuchar la voz de terciopelo diciendo: “¿Tuviste otra pesadilla mi Caperucita?”.

viernes, 20 de marzo de 2015

Ese abismo –el que está frente a mí-…



Entrando unas veces, saliendo otras más, no encuentro ni mi lugar,
ni mi sentido aquí. ¡Piedad!


Vaciar el corazón; romperlo en mil pedazos para volver a sentir: tal vez estrujándolo hasta que desista de latir… Y ahí está, ese niño necio, volviendo una y otra vez a las andadas. No lo entiende, no entiende que enfrente sólo yacen el vacío y la soledad. Sus tiernos ojos sólo entienden de amor y de mimos imaginarios: sí, como ésos que tu mamá te hacía creer que recibías de ella mientras te dejaba cayendo en el sueño nocturno… sola en tu cama y lejos de su abrazo.

Tal vez esa falta de amor aún lacera este corazón perdido y no le ayuda a encontrarse en el mundo. Pero eso sería terminar la historia de manera harto fácil. Quedan por resolver todos esos sueños sin salida, todas esas preguntas no contestadas y todos esos deseos que nacieron muertos. Ahí atorados, como en una coladera que retiene las hojas muertas que los árboles han decidido perder, están esas seiscientas capas de piel; están acompañadas de los ocho mil ríos de lágrimas que han secado mi alma e inundado mis ojos y –por favor-, no olvidemos todos esos suspiros llenos de incertidumbre y miedo que acompañaron cada uno de esos amaneceres en que la vida pesaba más de lo que jamás me hubiera imaginado.

Sangro sin que se note. En esta llanura de asfalto lo único que uno puede ver es la marea de destellos rojos que va delante de mí en dos carriles de pequeños episodios de vida y destinos momentáneamente compartidos. Todos esos ojos fatigados, esas manos aferradas a los volantes y las espaldas molidas de cargar con tanto peso sin tener unas pocas de sonrisas, son demasiado para cualquier alma. Sangro gota a gota, con cada queja, con cada promesa sin cumplir, con cada promesa que me ha sido incumplida. Llevo en esas sangres que recorren mi alma cientos de ideas que se han quedado en eso, miles de astillas de los sueños que contemplé en algún espejo donde creí verme alguna vez… No sé quién soy todavía, no sé a qué vine, no sé para qué vine y ni siquiera sé si las preguntas que me estoy formulando son las correctas. Tengo tantas respuestas posibles que es ridículo pensar que son las adecuadas. Lo único que sé es que dentro de mí, muy profundamente en mi interior, yace una bestia esperando ser liberada. Ronronea de vez en vez, dando leves zarpazos como para recordarme que ahí está. No deja de moverse, y sin embargo está ahí, atada por un cordel casi invisible, delgado como un fino hilo de estambre; la bestia sabe que puede liberarse en cuanto lo desee, porque el hilo no representa en realidad una atadura que la fije al suelo, pero esa maldita comodidad de estar ahí, recostada viendo la vida pasar, la deja inmóvil, la adormece y la aquieta. Ella lo sabe, sabe cuán trágico es esto para su destino, pero no hace mucho al respecto, sino lamentarse ronroneando.

Pedir ayuda no es lo suyo, la bestia no sabe de esos rituales posmodernos de contención y reacomodo de sentimientos en capítulos de vida ya cerrados. Lo único que quisiera es que la dejaran tranquila, pero entonces ya no sería la bestia, sería solamente un lindo gatito, buscando la aprobación de su dueño. He ahí su dilema; si se libera rugiendo, dejará la comodidad de su pasiva contemplación y se verá obligada a seguir dando más y más de sí; si se queda atada, podrá seguir tranquila y quieta, sin que nadie la moleste y sin que nada perturbe su ensueño total.

No queda muy claro si esa bestia nació conmigo o si yo la fui trayendo poco a poco a mí, tampoco se sabe si se quedará esperando a que esta niña amedrentada tome una decisión, o si un buen día las circunstancias la terminen de acorralar para que se levante y ruja con toda la potencia de su esencia. Estas preguntas tal vez sí son las correctas, pero por supuesto, aquí no tengo ni idea de cuáles puedan ser las respuestas acertadas. Lo que sí sé de cierto es que ella no se arredra ante los vacíos, ella sí que sabe enfrentarlos y más de una vez así me lo ha demostrado dando un paso hacia el abismo oscuro e impenetrable de la incertidumbre y del deseo irrefrenado. Tal vez sea tiempo de escucharla de nuevo y dejarla hacerse escuchar, tal vez…