Me pinto el cabello de negro para los
encuentros amorosos,
y de blanco para las reuniones de negocios.
(Aristóteles
Onassis).
Hace unos días acompañé a mi
hermano a una de esas peluquerías a las que no solemos ir las mujeres: un local
pequeño en una calle bastante transitada, dos sillones de piel teñida de
bermellón con amplias bases metálicas circulares adheridas al suelo, altura
ajustable y pedales cromados para colocar los pies donde los “maestros
peluqueros” atienden a la clientela. Para acomodar a quienes esperan turno,
unos modestos sillones de un material más emparentado con el vinil que con la
piel, un televisor que seguramente transmitió ya varios mundiales de futbol y
algunas revistas y periódicos no muy recientes.
Nada del glamour de los locales adonde acudimos
nosotras: no hay manera de saber el nombre del maestro peluquero, y no creo que
le gustara mucho tampoco el ser tuteado como para darle ese trato de aparente
frescura y desenfado que se pretende dar a los trabajadores de la tijera en las
nuevas “estéticas” -“estudios” o “salones”, como ahora se les llama-. No está
la música de moda al aire, ni los uniformes de colores oscuros promocionando
marcas de productos de belleza internacionales , tampoco las revistas con las tendencias
más recientes en caras, nombres, destinos y gadgets,
menos aún la oferta de un café, té o siquiera agua al cliente que se incorpora
a la espera.
Lo que sí hay es esa
dignidad con la que los peluqueros ejercen su oficio; su desempeño minucioso al
manejar las delicadas tijeras y el infaltable peine con destreza tal, que hace
que el sólo ir a perder unos cuantos milímetros de longitud en la melena,
parezca un acto casi sagrado, imposible de ser reproducido en los modernos
locales, siempre inmersos en el bullicio y la velocidad que exige la avidez por
atender la mayor cantidad de clientes en el menor tiempo posible según una
agenda pre-establecida.
En estos nuevos lugares ya
nada es como antes: ni los que atienden ni los que acuden. Los cabellos se rizan,
se alacian, son teñidos, decolorados, deshilados y rebajados, no sólo
recortados y acomodados con gracia alrededor del cráneo. Se ve a los hombres
que acuden –sobre todo a los más jóvenes- pedir estilos alborotados y barbas
prolijamente recortadas, sometiendo el quehacer del estilista a un constante
escrutinio y pidiéndole consejos y opiniones que llenan la sesión de un
parloteo muy alejado de la solemnidad presente en las peluquerías. Esa “reingeniería
capilar”, carece de la silenciosa gravedad que le imprimen los maestros
peluqueros a su quehacer. En los “salones” o “estudios” los esteticistas se
desempeñan de acuerdo al ánimo de los tiempos que corren; ejercen con rapidez y
eficiencia lo que el cliente les pida, ya no hay tiempo para ritualizar ese
momento íntimo de reacomodar el cabello a la cabeza de la mejor manera posible.
Sí, se reacomoda, pero de manera mecánica, apresurada, y sobre todo, sin el
respeto por ese punto en que el cliente se está reencontrando y redefiniendo a
sí mismo a través de su melena –o de la falta de la misma-, vista desde el
espejo que tiene enfrente. El parloteo incesante todo lo diluye y todo lo
banaliza.
Por eso, tal vez la digna
actuación de los maestros peluqueros, rodeada del orgulloso silencio que les da
su saber hacer, sea lo invaluable de esos modestos locales, donde no hay ni
revistas nuevas ni sillones modernos de piel. Tal vez por eso sigan teniendo
una amplia clientela: por el donaire con el que ejercen su oficio, por la dignidad
que le imprimen y por permitirle al cliente continuar con ese rito cuasi
privado que es reacomodar con un respeto, casi sacramental, lo que le quede en
la coronilla. Tal vez sigan existiendo a pesar de la proliferación de los
locales modernos, altamente equipados, eficientes y bulliciosos. Tal vez los
maestros peluqueros, en su anonimato, acumulen más virtuosismo que el que nunca
soñarán con tener las pseudo-estrellas de la tijera con sus largas listas de
espera y sus looks de última moda.
Tal vez simplemente exista quien siga prefiriendo el respeto a la trascendencia del ritual silencioso por
encima del alboroto de un glamour hueco
y transitorio. Tal vez.
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