lunes, 30 de abril de 2012

Mi salita rodante: mi otro yo




Las hay de tantos colores como se las pueda uno imaginar; con diseños extravagantes, unas más refinadas, deportivas, conservadoras o ultramodernas; con tendencia a la sinuosidad o bien de austeras líneas rectas; compactas o desmesuradamente aparatosas; y, por supuesto para todos los bolsillos y presupuestos. Pero eso sí, casi todos sueñan con tener una... 

Cuando adquirimos la primera -o nos la regalan, si es que somos así de afortunados-, no cabemos de felicidad: tenemos ya nuestra propia salita rodante. Sí, ese aparato que nos llevará a donde queramos, cuando queramos y -lo más importante de todo- con quien queramos. Se convierte, desde ese momento, en un quasi miembro de la familia. Para todo la incluimos y en todos los planes hay que contemplarla. No hay momento en que no sea de importancia y hay quienes en realidad, pasan más tiempo en ella que con su familia nominal, ya sea porque el tráfico intenso de su ciudad así se los impone (la Ciudad de México es uno de los escenarios que ha visto verdaderas e intrincadas historias surgidas de la relación de tales aparatos con sus propietarios) o bien, por el puro gusto de disfrutar el espacio personalísimo que sólo una salita rodante puede brindar.

¿Quién no ha pasado tanto momentos memorables como capítulos nefastos de su vida en su salita rodante? En ellas se puede comer, dormir, cantar, reír, llorar, pensar, pasear, divagar, trabajar, leer, escribir, imaginar y casi todo lo que uno puede hacer en la sala de su casa. Actualmente hasta se puede ver la TV, a riesgo por supuesto, de ocasionar un accidente de tránsito. Dejo también aparte a quienes hablan por teléfono celular, e incluso, envían mensajes de texto o van actualizando sus perfiles en las redes sociales mientras con una rodilla van maniobrando sin ver en realidad, para no chocar. Estos y los de la TV a bordo, no tienen un nombre que se pueda publicar sin lastimar susceptibilidades. Simplemente son detestables y absolutamente condenables. Se han tomado a pecho lo de "salita rodante" y la utilizan como un sitio de recreación familiar o personal, sin medir las consecuencias que para los demás pueden llegar a tener sus elecciones de esparcimiento. No es necesario reproducir aquí las cifras de accidentes vehiculares de consecuencias fatales que, año con año, se producen por estas aparentemente inofensivas conductas.

Cuando nos ponemos al frente del volante de la salita con ruedas se nos olvida que se trata de un artefacto que pesa, en lo general, más de una tonelada, es decir mil kilogramos. Imaginemos entonces, por un momento, que adquirimos las dimensiones que implicaría tener ese peso y que podemos alcanzar velocidades superiores a los 100 Km/Hr, cuando en realidad el peso de un mexicano promedio no excede de los 75 kgs y la velocidad del hombre más rápido sobre la faz del mundo (Usain Bolt) actualmente no pasa de los 37 KM/Hr. No estoy diciendo con esto que la velocidad que alcanza el atleta jamaiquino sea la indicada para que conduzcamos nuestras salitas rodantes, pero sí estoy sugiriendo que si tomáramos en consideración que éstas son, en efecto, aparatosas y muy veloces, entenderíamos que más que una extensión de nuestros hogares de la cual buscamos vanagloriarnos, se trata de artefactos muy similares a un arma.

¿Qué pasaría si en lugar de manejar nuestras salitas rodantes como si fueran mini-tanquetas de guerra, pensáramos que vamos al desnudo sin la coraza que ellas representan? ¿No sería entonces más parecido a lo que sucede cuando vamos caminando? Es muy raro ver a alguien que va caminando echar lámina o acelerar súbitamente el paso para impedirnos el nuestro mientras va rebasando y atropellando a los demás peatones, pues cuando uno va así al desnudo entre los demás caminantes, se encuentra a roce de piel y no es tan fácil esconderse y protegerse con la armadura que le da a uno la salita con ruedas. Si eso sucediera, las salitas dejarían de ser artículos acicala-egos y extensiones domésticas para volverse lo que son, simples medios de transporte.

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