martes, 31 de julio de 2012

Como si escribir fuera tan fácil...



Caminaba por la calle con esas piernas frágiles que dicen que Dios le dio, iba sobre unos tacones altísimos -tan de moda- y enfundada en un vestido negro que apenas si alcanzaba a cubrir lo esencial de su enclenque figura. Cruzó la avenida casi sin voltear a los lados, segura de que ese día lo seguiría contando entre los que se amontonaban en el calendario de su vida. Nada más subir al taxi que la llevaría a su cita, recordó cómo había dejado las llaves de la casa guardadas en el escritorio de la oficina. Eso cambiaba todo. Si las cosas no salían como esperaba, no tendría cómo regresar a su casa por la noche y tendría que ingeniárselas para aparecer por la mañana del día siguiente con el mismo vestidito negro en la oficina, puntual como siempre y fingiendo demencia ante las miradas burlonas y suspicaces de sus compañeros de trabajo. Ojalá que las cosas fueran diferentes, porque regresar ya no era una opción. Tardaría al menos una hora más en ir y volver, eso sin contar que, de verla de nuevo ahí, su jefe seguramente le encontraría alguna ocupación nueva y que seguramente no podría incluirse en su reporte de actividades.

La vida la puso en ese lugar y no había mucho que hacer al respecto. Mientras el taxista iba hablando por un celular tipo "ladrillo" (¿todavía servía?), la gente y el tránsito le parecían algo tatuado en el paisaje ceniciento de las calles. Todo era como un escenario de esos que se utilizaban en las caricaturas antiguas, una banda sin fin que se repetía una y otra vez, con las mismas cosas, las mismas caras, los mismos colores, los mismos sonidos. Todo igual, una y otra vez. Sabía que aunque llegara tarde no sería tanto el problema, porque la esperarían, eso era seguro; pero regresar a la oficina casi vacía no era una opción.

La voz del taxista interrumpió la rumiadura monótona de sus pensamientos, había llegado y eran ochenta pesos -ni que la hubiera llevado al fin del mundo-... En fin, los pagó sabiendo que era una sola vez la que haría esto. Subiendo los escalones pequeños y enjutos no supo reconocer su miedo en la aceleración de su corazón, simplemente recordó todos los días que había estado atada a esa silla detrás de la mampara otrora verdinegra y que ahora ostentaba ese color azul chillón queriendo-verse-moderno y se sintió sofocada. No se iba a echar para atrás. No, no, no. Ya estaba ahí y ahora no había de otra. Se venía auto-convenciendo de que no pasaba nada, de que nadie lo iba a saber, de que era dinero fácil, de que nada más era esta vez y ya... Y se preguntaba mil y más cosas: ¿Qué tal si alguien la había visto entrar ahí? ¿Qué pasaría si quien estaba esperándola resultaba ser un conocido o un conocido de un conocido? Todo se sabría. ¿Y qué tal si le gustaba? ¿Y si dentro de todo, no era la que ella creía ser? ¿Y si le pasaba algo? Tardarían días en encontrarla ahí, pero para todo eso, ya era tarde y se encontraba frente a la puerta.

"Pásale", escuchó cuando se abrió la puerta. Ni siquiera quiso ver bien la cara del ser que había estado ahí, esperando su arribo concertado por medio de una conocida que no había sido muy buena para darle más detalles del encuentro, y que sólo dijo que "pagaba muy bien" y que "era una persona muy educada y decente". El dinero era lo más importante de todo, o al menos así le pareció en un principio, cuando Claudia le dijo que era fácil hacerlo para sacar "un muy buen dinerito extra". Pero no, no era así. Estando ya ahí, con nada más que sus tristes trapos -los mejorcitos que tenía- y su menuda humanidad, ya sin más salida que ponerse a la disposición del "cliente", se sintió poderosa. Era un poder que nunca había sentido antes. Era capaz de ponerse ante ese postor que pidió un rato de evasión de la realidad con una extraña y podía darle lo que quisiera: ella y sólo ella era la única con la facultad para hacerlo gozar y sentir. Ella, esa mujer tantas veces vejada por hombres casi lampiños, de manos torpes, mal aliento y vientres dilatados. Todos esos, bueno, no tantos, la habían utilizado. Nunca había sentido nada con ellos, menos aún poder. Ahora, todo era diferente.

Todo sucedió muy rápido, más de lo que ella hubiera deseado. Pero el poder, ah! esa droga maravillosa la tenía aún experimentado su primer orgasmo. Algo tan inagotable como el agua del mar y tan profundo como la mirada del Universo en el fondo del corazón de un recién nacido. No quería que terminara y, sin embargo, terminó; pero esta vez no estaba esperando nada, ni un abrazo, ni una caricia, nada. Sólo se sentía increíblemente fuerte. Contó el dinero, como hay que hacer siempre y se dirigió a la salida, no sin antes darle las gracias a su primer amante de verdad. Bajando las escaleras, tomó su celular: "¿Claudia? Sí, soy yo, todo perfecto. Oye, ¿tienes otro clientecito?".


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