El nacimiento no es un acto, es un proceso. –Erich Fromm.
Las cosas han ido bien desde mi llegada, tuve la suerte de poder entrar al mundo en una década en que la niñez estaba todavía libre de la paranoia que azota a los padres de mi edad y que nos hace unos halcones cuidando siempre a nuestros hijos de peligros inimaginables en aquella época de corbatas anchas y de colores desinhibidos, de ropa hecha de terlenka inarrugable y de televisores b/n con perillas que respondían a un golpecito cuando la imagen no era la óptima. Sí, las únicas preocupaciones eran las infames tareas escolares, tediosas, idiotizantes y mecanicistas que pretendían hacer del párvulo un amanuense virtuoso, cuyas habilidades estarían listas para ser desechadas -¿quién lo diría?- muy pocas décadas después gracias a los ordenadores.
Nadie te dice que éste es un mundo de agandalle, supongo que eso se debe a que, siendo cada uno el triunfador de entre cientos de millones de espermatozoides, se esperaría que fuera una actitud inherente a cada uno de nosotros. Pero esto no siempre es así, y lo que en ciertos contextos culturales resulta natural, en otros, nada más no termina de encajar. Queda claro de qué lado se encuentra México si observamos el claro ejemplo de las conductas necesarias al partir la piñata. ¿Será que este es uno de los pocos países en donde esa conducta del agandalle o aperre sea no sólo prohijada, sino hasta exaltada? Ésta puede ser parte de la respuesta a lo que nos falta como Nación en términos de solidaridad y de colectivización.
Aprendí rápido y, afortunada o desgraciadamente –dependiendo de quién lo diga-, no fue algo difícil para mí. La supervivencia me venía bien en un mundo que, girando cada vez más rápido, tenía más peligros ya que “los robachicos” o “el señor del costal” de la época de mis padres. Y a este mundo, lleno de colores, de olores, de gente tan diferente una de la otra, de mil y un formas de pensar y de entender, llegué con una visión desenfocada como ya dije, un corazón lleno de esperanza en lo terreno y de fe en lo divino, un alma que ha servido como insustituible timón de mando en situaciones extremas y un cuerpo listo para experimentar la vida.
Recuerdo que, vista desde otra perspectiva, la Tierra puede parecer un pequeño punto azul en el espacio (como dice un comercial de TV de cierta afamada tarjeta de crédito); es un punto ínfimo, minúsculo y casi imperceptible dentro de la descomunal inmensidad del Universo. Sin embargo, es un puntito en el que caben muchísimas cosas, algunas sublimes, otras simplemente abominables. Se me ocurre preguntar si es que este punto es el único destino posible o si es que existen algunos otros donde pudiéramos hacer escala. Creo que esta es una pregunta inconducente, al menos por el momento, dado que -hasta el momento- no sé de alguien que válidamente me la pueda responder.
Pero volviendo al equipo de llegada, la verdad es ésa. No hay nadie que pueda decirte con qué cosas llegaste armado al mundo y qué es lo que te hace falta o qué es lo que te sobra. Esas son cosas que sólo la experiencia, la búsqueda del autoconocimiento y la observación te pueden dar. ¿Cómo saber si eres capaz de sobreponerte a tal o cual situación? Sólo viviéndola y aplicando todo aquello de lo cual dispones para salir a flote. Ése es el riesgo y ésa, la recompensa. Morir en el intento, pero intentar sobrevivir.
Sí, es cierto, hay mucho más que sólo blanco y negro: están el rojo, el amarillo, el verde, el azul, etc., pero no el gris. La parte gris, la de la indeterminación y del dejarse llevar a la deriva nunca han sido mi definición de vida. Esquivar la mirada, beber sin saborear, hablar bajo, caminar a pasos cortos, respirar a medias, morir a medias. Vivir sin estar vivo y morir estando muerto, prefiero la nada.
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